Matar al padre
Sería maravilloso que la selección española, al saltar al campo en la final de esta noche, hiciera un pasillo de aplausos a los jugadores holandeses. Sería una manera gráfica de agradecer a ese pequeño país su enorme influencia sobre nuestro fútbol. En el Mundial de 1974 fueron capaces de matar a Franco en la distancia. Como todo el mundo sabe, los médicos habían prohibido al dictador que pasara mucho tiempo sentado para evitar los trombos en las piernas, pero el maravilloso despliegue de aquella Naranja Mecánica, tuvo pegados al televisor a los aficionados, y a él también pese a la prohibición expresa del equipo médico habitual. En el caso de Franco, la alegría de ver triunfar el orden germánico con la autoridad del fútbol físico sobre esos melenudos, bohemios y brillantes holandeses, tuvo un precio altísimo: la muerte. Y sin embargo, la victoria alemana fue sólo un resultado en el calendario. Los holandeses ganaron la memoria y la historia de ese deporte.
Franco quería que triunfara el orden germánico sobre los bohemios holandeses. Pagó un alto precio: la muerte
España ha impuesto ahora un sentimiento colectivo en un país de deportistas solitarios, únicos, individualistas
Pero más allá de esa derrota y la de cuatro años después contra la Argentina de Kempes, el modelo holandés impregnó el fútbol moderno. España haría bien en salir al campo con agradecimiento y humildad frente al rival. Entre otras cosas, ese equipo está lleno de jugadores a los que la Liga española maltrató y humilló con su ansiedad, su prisa y su prepotencia económica. Ese latigazo de orgullo personal puede ser un arma poderosa.
Estamos en la final después de un proceso trabajado y ejemplar. Donde se desterraron las urgencias y las tentaciones agónicas. Del Bosque ha impregnado al equipo de su carácter tercamente discreto, dejando reposar la esencia que nos dio la Eurocopa. Ni siquiera la avidez de un entorno que aúlla por figuras mediáticas, ha podido entresacar de la selección española a alguien que esté por encima del grupo, de todos. Un equipo que se siente equipo, termina incluso con los que señalan con el dedo a quien no luce a la altura o quien buscaba culpables o elementos sobrantes en los difíciles partidos iniciales. Aquellos que incluso hablaron de mal juego, sin pararse a mirar lo complicado que era hacerlo frente a equipos cerrados, concentrados en una presión inagotable, con tres jugadores frente a cualquier español con la pelota.
Con Alemania, en cambio, como sospechábamos, la posesión de pelota tuvo valor real. Eliminó la velocidad y el filo del rival. España ha sufrido durante todo el campeonato por su incapacidad para desbordar por los extremos, con laterales de un esfuerzo incansable, pero que jamás pisaron la línea de fondo rival para destrozar las defensas con pases hacia atrás. Esto ha reducido su capacidad goleadora y empequeñecido los espacios por donde atacar. Pero la paciencia y el sentido de la oportunidad se impusieron a las angustias y carencias.
A España le queda esta noche matar al padre. Lo lleva haciendo con su fútbol desde hace algunos años. Ha crecido sobre la frustrante historia, la inclinación derrotista y la furia como excusa para el juego sin criterio. Ha impuesto un sentido colectivo en un país de deportistas solitarios, únicos, individualistas. Lo hace con naturalidad, además, como si ganar fuera la consecuencia lógica de tener un plan establecido, razonado y brillante. No siempre es así, no siempre el marcador da la razón como si la justicia fuera merecida. Disfrutémoslo. Queda sencillamente matar al padre, como se mata a ese padre que se quiere, que se aprecia, que se admira, pero que se supera y se mejora allá donde es mejorable. Holanda nos enseñó un camino, hoy nos toca mostrar que fuimos aplicados, que ése camino lo hemos convertido en el camino de casa, feliz y familiar.
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