Siete veces perdido en Fez
La medina, música sufí y un rato de meditación en el bosque de cedros
Murallas, palacios, mezquitas, fonduks y madrasas atestiguan el glorioso pasado de Fez, la ciudad marroquí cuya población alcanza ya el millón y medio de personas. Tras siglos de alternar capitalidad con Marraquech, Meknés y Rabat, la perdió definitivamente en 1912, con el protectorado francés. Con todo, sigue manteniendo su importancia religiosa y cultural, que empezó en el siglo IX, al fundarse la Qarawiyn, mezquita y universidad coránica.
Está dividida en tres partes, que reflejan mucho de la historia marroquí: Fez el Bali, la ciudad vieja, fundada en 789 por Idrís I; Fez el Jedid, edificada en el siglo XIII por los meriníes, y por último, la Ciudad Nueva, construida por los franceses, con la avenida de Hassan II como eje principal.
Guía
Cómo ir
» Fez se encuentra a unos 200 kilómetros al este de Rabat.
» Ryanair (www.ryanair.com) vuela directo a Fez desde Madrid, Girona, Alicante y Sevilla. Ida y vuelta desde Madrid, a partir de 18 euros (facturar una maleta de hasta 15 kilos cuesta adicionalmente 15 euros por trayecto).
» Haciendo escala en Casablanca se pueden combinar vuelos de Iberia (www.iberia.com) y Royal Air Maroc (www.royalairmaroc.com).
Información
» Oficina de turismo de Marruecos en Madrid (www.turismomarruecos.com; 915 41 29 95).
» Turismo de Marruecos (www.visitmorocco.com).
» Festival de Músicas Sagradas de Fez (www.fesfestival.com).
Declarada patrimonio mundial, la medina de Fez se conserva íntegra gracias al general Lyautey, quien prohibió construir en su interior. No conviene visitarla un viernes: los puestos cerrados y las calles vacías pueden propiciar encuentros desagradables. Es un dédalo, así que hay que ir con guía o con tiempo para perderse siete veces. El ambiente es de pobreza sin llegar a la miseria. Las casas de adobe están deterioradas. Algunos riads (casas con jardín) se están convirtiendo en lujosos hoteles. En las calles se amontonan los escombros y la basura. Algunas están vacías, y otras, las comerciales, abarrotadas. Todo tipo de frutas, verduras, frutos secos, vestidos, relojes, joyas, bolsos, carnes, pescados, se suceden. Un gato busca cómo hincarle el diente a una cabeza de gallina. En una carnicería me impresiona la cabeza colgada de un dromedario con un manojo de perejil en la boca. Quizá porque no es verano, los olores no son tan fuertes como me anunciaron, ni siquiera en la zona de los curtidores.
Latoneros y carpinteros
Hay que estar atento para dejar pasar mulas y asnos y carros tirados por hombres. Se oyen los golpes de latoneros y carpinteros. Como soy infiel, he de conformarme con ver las mezquitas desde fuera. Sí puedo ver las madrasas. La más hermosa es la Bou Inania, del siglo XIV, decorada con madera de cedro tallada, azulejos y estucados que recuerdan a la Alhambra. Entro en Aux Merveilles du Tapis, una tienda de alfombras. Además de aprender algo sobre el género y comprobar lo magníficas que llegaron a ser algunas casas (esta es del siglo XIV), subo a la terraza, desde la que se ve la medina, sus azoteas, sus antenas parabólicas. Desde la terraza de otra tienda, esta de artículos de cuero, miro las pieles de cabra y dromedario secándose, y a los tintoreros metiéndose en las cubetas. Es una imagen que debería recordar si alguna vez me quejo de mi trabajo.
Tras comer un tajine de cordero y descansar, asisto a un concierto del Festival de Fez de Cultura Sufí. El sufismo es una corriente mística dentro del islam. Largos aplausos cuando aparece la treintena de músicos, mitad instrumentistas y mitad vocalistas. Algunas mujeres cogen sus sillas y hacen una nueva primera fila, otras arrastran las suyas hacia delante, se produce cierto nerviosismo, se crean espacios vacíos, y por unos segundos yo también participo en esa especie de carrera de sillas paralímpica para no quedarme totalmente tapado. Empieza el espectáculo. Me da la sensación de que algunos no cantan, como en el colegio. A mi lado, un anciano de noble fisonomía, con chilaba blanca, vive la música, la sigue con la cabeza, marca los ritmos con las manos, da palmas. Para mí, acaba resultando lo más entretenido del concierto. De pronto, una voz sola: salvo por el idioma, podría estar oyendo una saeta en una procesión en Córdoba o en Málaga. Marruecos y España, tan lejos y tan cerca.
Dudo entre ir a Volubilis, la antigua ciudad romana, o al famoso bosque de cedros en el Atlas Medio, con su población de macacos, a unos ochenta kilómetros de Fez. Visto mi fracaso de purificación mediante la música sufí, decido probar con la naturaleza. Tras dejar atrás Bhalil, y parar en el lago Aoui, tras ver la cascada de las Vírgenes, paso por Azrou y llego al bosque de cedros. Al punto turístico del bosque. Hay puestos con minerales, burros y caballos para pasear. En un cedro veo una familia de macacos bien avenida: padre y madre abrazados; el bebé, más oscuro, en medio. No hay mucha gente, pero sí demasiada para mis deseos de purificación. Me interno en el bosque en busca de silencio y de macacos más salvajes. Me siento unos minutos en un tronco vencido, rodeado de árboles y hierba, de ramas. El lugar, hermosísimo, infunde respeto. El bullicio de la gente ha sido sustituido por trinos de pájaros y truenos. Empieza a llover con fuerza. Lo que no ha conseguido la música sufí lo consigue la tormenta: empaparme. Corro hacia el coche.
Dos filas de palmeras
Ya con la ropa seca, tomo una cerveza en la terraza del hotel Merinides, desde la que hay una vista espectacular de Fez. Anochece, el paisaje se tiñe de amarillo, de azul y, por último, de negro. Las llamadas al rezo de los almuédanos se superponen, en un lamento de varias voces. Bajo a la ciudad francesa, paseo por la anchísima y ajardinada avenida de Hassan II, con sus dos filas de enormes palmeras, con los edificios administrativos a mi derecha y los cafés de tipo occidental a mi izquierda, en cuyas sillas de mimbre solo se sientan hombres. Llego a una rotonda con una fuente. Sus chorros de agua suben y bajan y cambian de color, azul, rojo, naranja, verde. En la medina de Fez ya no hay encantadores de serpientes ni contadores de cuentos, pero viendo esos chorros de color y oyendo la música que sale de las farolas pienso que seguimos viviendo en una época llena de prodigios, como la de Las mil y una noches. Por desgracia, ya solo sabemos mirar con ojos de niño cuando miramos al pasado.
» Martín Casariego es autor de La jauría y la niebla (Algaida, 2009).
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