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Columna
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San Emoción

Hoy es San Fermín, hoy es la semifinal del Mundial con un vibrante España-Alemania, hoy es día de fuertes emociones colectivas. No me cabe duda de que, si se les diera ocasión, mucha gente cambiaría el santoral tradicional adecuándolo a los nuevos héroes de las religiones seculares: habría un día dedicado a San David Villa, otro a San Iker Casillas, etc. Es curioso eso de que cada día del calendario esté bautizado, de la misma manera que lo están las calles, plazas y ciudades. A los personajes insignes se les homenajea y perpetúa simbolizándolos en espacios y tiempos, calles y días. Pero mientras el incesante urbanismo permite la actualización de nombres, el calendario pertenece sólo a los santos: a aquellos que, curiosamente, siempre quisieron vivir fuera del tiempo mundano.

Tras esta digresión, he de decir que a pesar de no ser futbolera, creo entender -¡y a ratos, como en este Mundial, compartir!- su mecanismo de enganche. El fútbol, como el resto de deportes, es, sobre todo, un vehículo de emoción. Seguir un partido, identificándose vivamente con uno de los dos equipos, es como subir a una montaña rusa, un tío-vivo emocional. Es sentir. Y sentir (gozar o sufrir) es sentir que se existe. Un conjunto de emociones que dan intensidad a la vida. Que la rescatan de su (a menudo) fluir amorfo e insustancial. Lo mismo cabe decir de aquellos que en los próximos días vayan a correr (o a contemplar) los encierros en Pamplona: un subidón, un aceleramiento de los latidos, un erizamiento de los sentidos.

Gran parte del cine contemporáneo funciona de la misma manera: "Lo que quiero es provocar la emoción de los espectadores", dicen uno tras otro los directores al presentar los resultados de su labor de alquimista, una mezcla más o menos talentosa de misterio, miedo, violencia, efectos especiales, sexo o amor. Y la televisión, por si hiciera falta decirlo. Los programas con éxito son aquellos que aciertan en el cóctel de emociones. Al igual que los informativos televisivos, caracterizados por el espacio menguante de la explicación argumentada y razonada de las noticias de gran calado y la creciente explotación de las pequeñas noticias de tono sentimental y emotivo, o de aquellas jocosas, curiosas o visualmente espectaculares.

En otras palabras: lo más llamativo de nuestro espacio público es que apenas hay ninguna instancia que nos impulse, además, a pensar, a reflexionar, a mejorar nuestra capacidad de comprensión y de argumentación, y sí tantas y tantas que nos animan a sentir (a sentir lo que sea -admiración, rabia, empatía, frustración-, pero a sentir), a posicionarnos emocionalmente. Todo ello puede provocar cierta intensidad temporal en los espectadores, es cierto. Pero lo que difícilmente provocará es la profundidad que aporta el pensamiento reflexivo, el preguntarse no sólo por los qués, sino por los porqués...

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