La prueba de Taddeï
Tras la aparición del humorista Dieudonné en el programa de Frédéric Taddeï en una cadena francesa, el autor se pregunta si luchar contra el antisemitismo es dar la palabra a los antisemitas
Frédéric Taddeï explica en una entrevista para el semanario Les Inrockuptibles que si "ha invitado varias veces a Dieudonné" a su emisión Ce soir ou jamais ha sido para demostrar que no existe ningún lobby que impida el acceso del polémico humorista a los grandes medios de comunicación. En pleno impulso, en plena virtuosa y heroica confesión, añade: "Yo soy la prueba, la única prueba de que no existe ese complot". Han leído bien. No se restrieguen los ojos, han leído bien. Si las palabras todavía tienen sentido, si fueron revisadas y, como cabe suponer, el presentador no fue objeto de una encerrona ni tampoco tergiversado, nos está diciendo varias cosas en unas pocas frases.
1. La única forma de luchar contra el antisemitismo (es decir, en este caso contra una teoría del "complot judío" de la que, al menos desde Poliakov, se sabe cuán eficaz y constantemente alimenta "el odio más duradero") es dar la palabra a los propios antisemitas (es decir, a unas gentes que, no contentas con promover la citada teoría del complot, se han hecho un fondo de comercio con la provocación negacionista, la casuística inherente al tema de la competición victimista y un antisionismo feroz y cada vez más nauseabundo), tesis que, para empezar, es por lo menos arriesgada y extraña.
La ley en Francia solo fija un límite a la libertad de expresión: los casos de racismo y de antisemitismo
En su último espectáculo, Dieudonné presenta al presidente iraní como su "maestro" y a los judíos como "negreros"
2. Los que no comparten este análisis, dice en esencia Taddeï, pueden contarnos lo que quieran. Pueden explicarnos que, si no reciben a Dieudonné, Soral y algunos más, es porque no tienen ganas y estiman que, después de todo, nadie está obligado a imponerse e imponer al prójimo un "cara a cara" con unas gentes cuyas elucubraciones son, en el mejor de los casos, cómicas y, en el peor, pestilentes. O tal vez no los reciban porque obedecen una regla simple, pragmática, que funciona pasablemente desde hace décadas: cuando esta clase de individuos son responsables de un partido que interviene en el juego político republicano y, por tanto, nos guste o no, representan a una fracción significativa de la opinión pública, pase; pero cuando solo se representan a sí mismos, cuando no son más que histriones, o jefes de secta, o personajes que solo existen mediante la repetición de sus repugnantes provocaciones, ¿dónde está la obligación? O, para terminar, tal vez no los reciban sencillamente porque respetan la ley (que, en efecto, en Francia, no fija sino un límite a la libertad de expresión: el racismo y el antisemitismo). Pamplinas, sugiere Taddeï. La pura verdad, la única (o, más exactamente, la que Taddeï asegura que retendrá la audiencia televisiva), es que, al hacerlo, se convierten en agentes más o menos ocultos del famoso "complot". Una certeza de la que lo menos que se puede decir es que es poco halagüeña para la audiencia en general, para los habituales de Ce soir ou jamais, en particular y, naturalmente, para los innumerables colegas que se obstinan en no servir de portavoces a los bastardos, actitud que, aparentemente, solo se explica gracias al complot.
3. Este asunto del complot, la idea de que exista un lobby judío que se sirve de toda su influencia para, en este y otros temas, definir, formatear e imponer un pensamiento único, no es ya una quimera o una fantasía, sino una semirealidad, pues Taddeï es la "única" prueba de que ese complot "no existe" y solo él -sí, sí, solo él- puede aportar a esa realidad, que podríamos llamar realidad del último umbral, un vívido pero muy frágil desmentido. ¿Qué pasaría si el señor Taddeï no estuviera aquí? ¿Dónde estaríamos si él no se sacrificara para proporcionarnos la prueba, dialogando con Dieudonné, de que, contrariamente a las apariencias, no hay complot judío? ¿Qué sería de nosotros si la televisión pública, en su enorme sabiduría, no hubiese prolongado hasta 2014 el contrato de este rebelde y su derecho a calentarnos la cabeza con las insensateces de un hombre que, en Mahmoud, su último espectáculo, presenta al presidente iraní como su "maestro", al jefe de Hamás como una reencarnación de De Gaulle, pero "más carismática", a los judíos como "negreros", al judaísmo como una religión "del beneficio", y la existencia del autor de estas líneas como la prueba de que el Holocausto "tal vez no haya existido" -sic- Toda esta insolencia puede hacer sonreír. Pero ¿cómo no estremecerse, por otra parte, ante la inevitable perversidad que contiene el razonamiento?
Porque el asunto puede parecer insignificante.
Pero, en realidad, no lo es tanto.
Para empezar, a causa de la autoridad del medio -"modernos" y compañía- que recoge esta entrevista y le dedica, como si tal cosa, su cubierta.
A continuación, a causa de la personalidad del entrevistado, de su posición en el paisaje mediático actual y del talento que aplaude el semanario -yo mismo he podido calibrarlo en diferentes ocasiones y, como se señala, en tête-à-tête, que, evidentemente, constituye una circunstancia agravante.
Y, para terminar, porque, que yo sepa, nadie se ha emocionado con unas palabras que, incluso diluidas en el curso de una larga conversación, no pueden sino ratificar el más temible de los tópicos, como si en el clima de descomposición ambiente, de pronto, este tipo de deslices ya no sorprendiesen a nadie.
Pero, tal vez, el mentís, la aclaración o, mejor, el análisis complementario que esperan todos aquellos que no se resignan a ver cómo el diletantismo ocupa el lugar de la ética, la política e incluso el estilo, nos lleguen del mismo interesado. Esperemos.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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