Una historia universal
Kazuo Ishiguro es, sin duda, uno de los escritores más importantes de su generación, esa extraña hermandad que en Inglaterra incluye talentos tan dispares como los de Martin Amis y Ian McEwan. Desde su primera novela, Pálida luz en las colinas, publicada en 1982, hasta su último libro, la colección de cuentos musicales llamada Nocturnos, Ishiguro demuestra ser un virtuoso de la lengua inglesa, tan sutil y riguroso como su maestro, Henry James. Pero hay importantes diferencias. James consideraba la novela como una forma más o menos elevada del chisme. Ishiguro, en cambio, parece menos interesado en la anécdota que en la construcción de un escenario en el cual sus personajes puedan explorar sus recónditos deseos y secretos temores. La sociedad inglesa (en Los restos del día) o japonesa (en Un artista del mundo flotante), el distópico paisaje de una ciudad de la Mittel-Europa (en Los inconsolables) o los reinos de la memoria en una China colonial (en Cuando fuimos huérfanos), como así también el mundo de ciencia-ficción (en Nunca me abandones), son todas construcciones más o menos arquetípicas que permiten, según sus propias reglas y leyes, los infructuosos juegos a los que Ishiguro conduce a sus criaturas.
Lo que importa en su ficción son los conflictos en los que sus personajes se encuentran, sin poder (o sin querer) resolverlos, como matemáticos investigando un problema que saben, sin duda alguna, que no tiene solución. Esa fascinación con lo irresoluble domina toda la obra de Ishiguro. Emblemático de esta obsesión es Ryder, el pianista amnésico que recorre la anónima ciudad de Los inconsolables. Sus encuentros, sus experiencias, sus caminatas sin rumbo y sin fin construyen, casi a pesar de sí mismo, algo que el lector debe aceptar como una pregunta abierta, satisfactoria por el mero hecho de haber sido planteada. No hay respuesta en Ishiguro, como no la hay en toda la literatura que llamamos verdadera.
Típicamente, los cuentos que componen Nocturnos van construyendo, uno después de otro, algo así como una trama musical en la que un cierto tema inicial, anunciado en el primer cuento, se desarrolla, se complica y se transforma en los cuentos siguientes. Algo similar puede decirse acerca de toda la obra de Ishiguro. Los silencios de los protagonistas de sus primeras novelas parecen conducir a la aparente ceguera del héroe de Los restos del día, expuesto implacablemente a las infamias que lo ciernen, ceguera que a su vez se convierte en esa ambigua inocencia o ignorancia de la que parecen sufrir los personajes de Nunca me abandones.
Leyéndolo libro tras libro, el lector entiende que hay en Ishiguro una visión que quiere ser universal, cósmica, en la que cada elemento (cada situación, cada lugar, cada personaje) presupone y anticipa a otro, y que juntos llevan implícitos una infinita totalidad. Henry James, en El arte de la ficción, definió así la literatura de la que Ishiguro es uno de los últimos herederos: "La experiencia no es nunca limitada, y nunca completa; es una inmensa sensibilidad, una suerte de tela de araña hecha de los hilos de seda más sutiles, tendida en el cuarto de la conciencia, atrapando en su red cada partícula que el aire lleva".
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