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Columna
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Vacaciones en el mar

Hay valores, circunstancias, derechos, formas de vida que echamos de menos cuando no los tenemos. Aparte de las múltiples carencias, unas seculares, otras transitorias, el madrileño de aquellos tiempos iba bandeándose como podía. Se echaban de menos algunas libertades que hoy consideramos con indulgencia. Los estudiantes, a falta de polideportivos, daban salida a su vitalidad hostigando a los guardias, pero al día de hoy probablemente sería imposible provocarles para que corrieran detrás de ellos. Quizá con algunos estímulos salariales podrían dar alguna carga, pero entonces lo hacían gratis e incluso utilizaban los de a caballo las largas porras como sables en la batalla de Balackava. Esta lateral chacota poco tiene que ver con las covachuelas de la Social. Por cierto, procedente de la Brigada Criminal, donde por El Caso cultivábamos imprescindibles relaciones, las tuve con dos personas muy denostadas: el inspector Conesa y el comisario Vicente Reguengo, dos tipos para nosotros normales ante quienes, en ocasiones, rogué que soltaran a alguna estudiante fogosa o un cabecilla detenido en redadas callejeras. No siempre lo conseguía.

Franco, es decir, el Régimen, había instalado el sindicato único, la organización sindical obligatoria y cotizante, con secciones social y empresarial, en cuyo seno se debatían los convenios. Enconados en las empresas metalúrgicas, mi experiencia se reducía a representar a los compañeros del minúsculo grupo de Revistas de Información General, que éramos un par de docenas. Parodia de confrontación paritaria, ocho empresarios a un lado de la mesa y ocho trabajadores enfrente, presididos, según la ley, por un juez de Primera Instancia de los de Madrid. Discutíamos con nuestros empleados, lo que desnivelaba la balanza. Los magistrados, ante asuntos espinosos, solían dar la razón al trabajador, conociendo que lo espinoso del asunto se vería en instancias superiores, a veces con tantas dilaciones que el derecho de los débiles acababa por difuminarse. Sin más datos que esa experiencia personal, se conseguían soluciones satisfactorias.

Incluso se votaba, pero es asunto que se sale del aire misceláneo de estas croniquillas. La política autárquica, de moda entonces, aseguraba cierta paz social y ocupación, a base de que unos tenían que contener su codicia y a otros no les quedaba más remedio que apechugar con lo que pudieran.

Como un cuerpo inquieto, fatigado e insomne, la sociedad intentaba encontrar la postura más cómoda. La jornada laboral iba acompasándose a los tiempos aceptando los fines de semana libres; los bancos cerraban al menor pretexto y hacia los sesenta ya no abrían los sábados. El madrileño, cuando llegaban los duros calores de julio y agosto, dejaba de ir al pueblo originario -casi todo el mundo era de provincias- para descubrir algo que muchas generaciones mesetarias desconocieron: el mar, especialmente el Mediterráneo, donde hombres emprendedores como Pedro Zaragoza se inventaron un trasunto de Las Vegas, sin juego. Empezó con un par de hoteles de una planta. Pronto se extendieron los tentáculos vacacionales y pasaron a primera fila localidades desconocidas como Fuengirola, Marbella, las playas malagueñas, granadinas, almerienses, murcianas, destino del capitalino que había accedido al seiscientos. Daba por buenos aquellos interminable viajes con pocas estaciones de servicio y todavía con un notable tráfico de carros, cuyas caballerías dejaban los clavos para agujerear las llantas, cambiar las ruedas e incluso poner parches a las gomas, algo que las generaciones actuales no pueden ni sospechar.

Los ricos seguían yendo a Biarritz, San Sebastián, Santander, La Toja, y los catalanes, sigilosamente, preparaban la Costa Brava para expansión de los sudorosos madrileños. Aparecieron personas que iban a cambiar algunas básicas estructuras del régimen: los turistas, franceses de baguette y botella de burdeos y las esplendorosas suecas. Fue muy cierta la estólida intrusión en las costumbres y, aunque muchos lo sepan, llamó la atención la bronca desabrida que un párroco zopenco le echó a una feligresa por no llevar medias a misa, cuando la piadosa parroquiana tuvo que explicar que la nueva lencería ya las hacía sin costura. Si hay ocasión, hablaremos de la playa de Madrid.

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