La última 'espantá'
Un joven novillero salió huyendo de La Monumental de México asustado por un toro. El mundo le ha visto cortarse la coleta en mitad del ruedo. Este es su testimonio
Salió el quinto toro al coso. Ahora o nunca, dice que pensó Cristian Hernández, novillero de 22 años. Fue nunca. El cielo llevaba toda la tarde nublado y en ese preciso instante rompió a llover. Al chico le valió un par de capotazos para darse cuenta de que el animal tenía el instinto muy desarrollado: le buscaba a él en vez de al paño. Se intentó llevar al toro a una zona sin barro para darle muerte, pero de repente le invadió el pánico. Sintió miedo. Corrió hasta la barrera y saltó de cabeza. "Si no mata al toro, nos lo llevamos detenido", le dijo allí un inspector rodeado de seis policías. Sonó el tercer aviso. El joven diestro, que estaba a punto de tomar la alternativa, se negó. "Me faltan huevos", dijo. El morlaco, con gesto elegante, se fue caminando tan tranquilo a los corrales.
Pese a su porte de torero, va a dejar la profesión: "Quiero viajar, olvidar todo. Mejor que el cementerio"
Poco antes de cortarse la coleta sufrió una cornada en la pantorrilla y una vaca le fracturó la clavícula
La imagen de Hernández cortándose la coleta en mitad de la Plaza de Toros de México ha dado la vuelta al mundo. Después fue detenido y llevado a comisaría. A la salida del recinto los aficionados zarandearon su vehículo, le tiraron botellas contra los cristales, le mentaron a su madre. Hernández dio la espantá, como se conoce al hecho de salir por patas en el mundo taurino, pero no ha sido el único. Grandes figuras como Curro Romero y Rafael de Paula han agrandado su leyenda a costa de huirle al toro en tardes importantes.
Hernández es un chico bien parecido que aparece repeinado en el vestíbulo de un céntrico hotel de Madrid. Estudiante de arquitectura, hijo de un hombre de negocios de Querétaro, comenzó a los 10 años a darle capotazos a un carrito con cuernos. "Toda mi vida ha sido el toreo. No he hecho nunca otra cosa", dice antes de poner los pies en la Gran Vía madrileña. Los recuerdos, por tanto, son inevitables.
Con 10 novilladas toreadas, en 2007, dio un paso adelante. Esperó a un toro hincado de hinojos en la puerta de chiqueros, algo que se conoce como porta gayola. Cuando intentaba hacer un farol, el bicho se fue hacia él. "Recuerdo perfectamente el impacto. Se me nubló la vista, sentí el pie caliente y al mirar lo vi colgando. Entré en shock". Sufrió una fractura de tibia y peroné, y le hicieron dos operaciones. Le colocaron una placa con 15 tornillos, que a veces se toca y suena a lata. Aquello le costó ocho meses sin volver a los ruedos y la imagen que se le aparece en sueños es la de un animal de 500 kilos cayéndole encima.
La gente le reconoce por la calle. Le piropean tres adolescentes. Un camarero que sirve unas mesas deja la bandeja a un lado para darle la mano y decirle lo valiente que ha sido. "Bien hecho, hermano". Sorprendido por el recibimiento de la gente, el chico se queja de que en México, donde le apodan el torero miedoso, le han caricaturizado y se han recogido titulares con palabras suyas que decían "me faltan huevos", una coletilla muy común en un oficio donde se recurre constantemente a la testosterona.
Pero Hernández cuenta, camino de la taberna de Antonio Sánchez, lugar sagrado del toreo, que después de ese primer percance hizo de tripas corazón. Triunfó en su tierra, Querétaro, en Juriquilla, Arroyo ... todo perfecto hasta el año pasado. Llevaba a sus espaldas 45 novilladas cuando le anunciaron en un cartel importante. Tenía que demostrar su valentía. "Por eso me fui al centro, me puse de rodillas, esperando al toro, pero me situé mal y el bicho venía directo a mí. Volví a sentirme caliente", narra con cierto dramatismo mientras enseña las imágenes de ese día en un iPhone negro. Recibió una cornada con dos trayectorias en la pantorrilla. Fue su bautismo de sangre.
Una vez en la taberna de Antonio Sánchez, en el barrio de Lavapiés, un lugar castizo decorado con motivos de la fiesta, muchos de los que entran por la puerta lo reconocen al segundo. El matador colombiano Vicente Salamanca, retirado hace ocho años, lo mira de arriba abajo y con un toque de solemnidad le suelta: "No te sientas mal por lo que has hecho. Si sentías que allí ibas a perder la vida, muy bien hecho en irte". Aunque le alecciona: "El verdadero enemigo no es el toro. Es la gente que nos rodea". ¿Nunca sintió miedo el maestro Salamanca? "Muchísimo, mentiría cualquier torero que dijese que no. El valor está en vencerlo". La discusión se bifurca a las cornadas que ha recibido cada uno, como medallas en el pecho de un soldado, y por allí aparece el encargado de la taberna, ahora un maître de porte caballeroso que en su día se anunciaba en los carteles como Curro Cíes. "El que no tiene miedo no es torero. A mí me entró el pitón por aquí...", dice señalándose el pie, y deja la conversación porque se le pone "la piel de gallina". Una mezcla de miedo y emoción.
A solas, Cristian Hernández tiene pinta de ser un niño bien, culto y educado. Aún no ha asimilado toda la fama repentina que se le ha venido encima, pero ya hace planes. "Quiero viajar, estudiar, olvidar un poco esto. Hacer otra vida. Me di cuenta a tiempo de que esto no era lo mío. Peor hubiese sido irme al cementerio durante cualquier mala tarde", dice el ex novillero, quien asegura que nunca volverá a coger un capote, pese a su cintura de avispa y su porte y caminar de torero en paseíllo.
Le han llamado cobarde, miedoso, pusilánime. El arresto basado en las leyes taurinas de su país volvió más dramático si se puede el asunto. En Internet basta con teclear su nombre para encontrar parodias e insultos. Los hay que dicen que solo busca la fama que nunca iba a conseguir con el capote. Para desmentir esa teoría no ayuda mucho que saliese esta semana en un programa de a televisión vestido de luces y con zapatos.
Su padre, Román, quiso de niño ser torero pero no tuvo el apoyo de su progenitor. Por eso no dudó nunca en ponerle entrenadores a Cristian, comprarle muletas, llevarlo a donde hiciera falta e incluso foguearlo en corridas que le costaban el dinero. Pero lejos de haberse tomado a mal la espantá de su hijo, al teléfono parece comprensivo: "Acepto su decisión. No le hago ningún reproche. Cada uno tiene que tomar sus decisiones en la vida y la suya fue esta. Estoy a su lado".
Volvamos al día de autos. A la tarde fatídica en México. Lo habían anunciado en la plaza más importante de América para el 13 de junio ("nunca se me va a olvidar el día"). La cosa empezó mal, todo hay que decirlo. Una ganadería dura en una tarde amarga, con el cielo encapotado. Salió el toro, imponente, y se dio cuenta de que se le metía dentro el capote. Le quería rajar. A la hora de estoquearle solo le clavó un cuarto de espada. Sonó el tercer aviso y el toro se le fue vivo. La gente empezó a insultarle. Se acuerda de un tipo que llevaba paraguas y un sombrero: "Es un buen día chico... pero para retirarte, pendejo". Esas palabras aún le resuenan en la sien.
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