La dictadura del funcionariado
La administración de los bienes públicos exige para el cumplimiento de sus fines la actuación de personas físicas. Es así como nace la función pública, que, según preconizan sus exegetas, es tarea ingrata y sacrificada y, en cualquier caso, accesible a todos los ciudadanos, pues el ingreso en tan noble función debe respetar los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad. Loables principios que el desarrollo de los Estados ha acabado arrinconando en aras del clientelismo político y de la endogamia.
Es innegable que los grandes complejos mercantiles e industriales de la era moderna serían imposibles sin el "aparato administrativo" que los controla y gobierna, pero las quiebras empresariales y, en general, las exigencias de eficacia y rentabilidad provocan que, periódicamente, tales estamentos se renueven y actualicen simplificando sus procedimientos. Justo lo contrario de lo que acontece en la Administración pública, en donde el intervencionismo estatal, las tendencias socialistas o socializantes y, sobre todo en nuestro país, las descentralizaciones acometidas en los últimos años, han multiplicado el número de funcionarios. De tal forma que a un crecimiento aritmético de la población corresponde un aumento geométrico de la burocracia. Cierto que la asunción por los poderes públicos de un mayor número de tareas y prestaciones requiere la incorporación de más individuos a su servicio. Y es aquí en donde radica la esencia del problema: ¿al servicio de quién están esos ciudadanos?
Es una casta con dispensas difícilmente justificables. Sorprende cómo se tolera tanta desigualdad
Teóricamente al servicio del Estado en sus diferentes variantes o formas, de hecho se arrogan el apelativo de "servidores públicos", es decir, servidores del pueblo; pero los contribuyentes que no dependemos de las arcas públicas y de cuyos impuestos y tributos los funcionarios detraen sus salarios, padecemos y soportamos la realidad de una situación cada vez más insostenible y agobiante. Y lo insólito de tal escenario estriba en saber por qué la mayoría de la sociedad civil asume con naturalidad y estoicismo la plétora funcionarial y, en demasiadas ocasiones, su arrogancia o su ineficacia e indolencia. Se llega al extremo de primar o incentivar a algún empleado público por llegar puntual a su trabajo, o gratificar a integrantes de las Fuerzas Armadas por acudir a zonas de conflicto. Por no aludir a los hospitales públicos radicados en urbes vacacionales que reducen su personal y capacidad operativa en época estival. ¿Qué diríamos del hotel que cuando puede tener mayor índice de ocupación da holganza a su personal y cierra habitaciones?
Son situaciones anómalas y paradójicas fruto del desarrollo de lo que desde mediados del siglo XIX denominamos Estado de Bienestar y que la actual crisis económica seguramente nos hará reconsiderar. Lo que debería ser un aparato administrativo ejemplar y diligente al servicio de la comunidad ha devenido, con el paso de los años, en una elefantiásica estructura funcionarial, ajena a los criterios de eficacia, rentabilidad y ahorro, que, escudada en conceptos injustos y discriminatorios como "derechos adquiridos" o "plaza en propiedad", han convertido al Estado en rehén de sus intereses y a los ciudadanos autónomos y clases trabajadoras en atemorizados patrocinadores de su privilegiado estatus. La coerción pasó del ámbito del señorío feudal al "imperio de la ley", dictado, regulado y administrado por sus grandes beneficiarios: los servidores públicos.
Burócratas y funcionarios legislan y sancionan desde sus acomodados despachos, desconociendo en demasiadas ocasiones la penosa realidad del tributario. Es así como una aplicación rigurosa de la prolija legislación vigente paralizaría la actividad productiva y comercial de este país. Por no mencionar las abundantes leyes y los encomiables principios que solo pueden tener vigencia y desarrollo dentro de sus privilegiadas estructuras.
Y aunque no es infrecuente el antagonismo entre cuerpos u organismos funcionariales, es evidente que la permeabilidad y el corporativismo de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo, y, en general, de la burocracia estatal o pública, ha generado una casta o nobleza de terno que, en comparación al resto de la ciudadanía, disfruta de prerrogativas, dispensas, inmunidades y ventajas difícilmente justificables. Por eso, es sorprendente (y exasperante) el estoicismo e impavidez con que el resto de la población asume y tolera tanta injusticia y desigualdad. Es posible que algo tenga que ver la expectativa de poder acceder a tan envidiable ocupación. De ahí la pléyade de aspirantes en pos del vitalicio acomodo estatal o público.
El uso, adulteración y mixtificación por las clases dominantes (sindicatos incluidos), de conceptos y principios respetables, ideados para la defensa de los oprimidos, como "salario digno" o "huelga", no es si no el síntoma de que algo no va bien en nuestra sociedad, que contempla, impasible, el oprobio de ver a servidores públicos, como los jueces o las fuerzas policiales, o a clases privilegiadas, como los médicos o pilotos aéreos, ejerciendo el "derecho a la manifestación".
Confiemos en que la actual e inclemente crisis económica (y de principios) también redefina y acote el ámbito y la actuación de tanto "servidor público". La ciudadanía en general y la economía en particular lo agradecerían.
Segismundo García es empresario
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