Psicodrama grotesco
La derrota de la selección francesa de fútbol frente a México ha cobrado tal dimensión que, día a día, sumerge un poco más al país en un verdadero julio de 1998 al revés. Ayer, esa victoria, la primera en la historia del fútbol nacional (hasta entonces solo contaba con un título en su haber: la Eurocopa de 1984), y la fiesta negro-blanco-magrebí hizo que todo el mundo se identificara con un equipo que simbolizaba la diversidad francesa, todo el mundo comprendía el potencial que esta representaba.
Hoy, una derrota que anuncia su eliminación en la primera fase de la competición, como en 2002, y que, más allá del psicodrama actual (con todo lo que tiene de rocambolesco y, a veces, de grotesco), está deslizándose hacia lo que podría parecer un choque de culturas y, a través de los jugadores del equipo, hacia una estigmatización más temible, expresión de un malestar respecto a lo que representó 1998 en términos sociológicos, es decir, una Francia multiétnica y multicultural, que una parte de la opinión pública recusa ahora.
Tal vez sería mejor seguir los consejos de nuestros colegas italianos, que explican sabiamente que los arrebatos son siempre malos consejeros
Alain Finkielkraut denuncia a unos "golfos opulentos y, en algunos casos, obtusos". "En adelante, habrá que seleccionar a caballeros", concluye el filósofo. A nadie escapa la frontera, el muro, que podría resurgir a través de un evento que habría debido ser exclusivamente deportivo. Sin embargo, solo se trata de un juego, de una fiesta dedicada a la promoción de un deporte, de un torneo que permite que unos destaquen y que otros comprueben que aún les queda camino por recorrer. La campeona del mundo, Italia, tiene dificultades; Inglaterra no va mejor pese a contar con un entrenador sin par; Alemania ya conoce la derrota. Estos acontecimientos han dado lugar a protestas y polémicas, pero no necesariamente a un drama nacional de semejante magnitud. Tal vez, la diferencia de enfoque se deba a la naturaleza de la selección francesa, más heterogénea, multiétnica y multicultural, reflejo, como dice de nuevo Finkielkraut, de una "sociedad en crisis".
No obstante, en un primer tiempo, solo se trataba de fustigar al seleccionador. Tras la derrota contra México, verdadera "licencia para matar", los detractores de Domenech reaccionaron como un solo hombre. Al principio, había dos actitudes posibles: la de quienes pensaban que los jugadores, a menudo, brillantes en sus clubes, sabrían estar a la altura de las circunstancias y la de quienes esperaban un fracaso anunciado. Pero ¿hacía falta tanto odio?
La espiral de comentarios ha generado las condiciones para la cacería que se desarrolla ante nuestros ojos y que viene marcada por la exclusión de Anelka, que, en mi opinión, es uno de los mejores jugadores franceses actuales, como pueden confirmar los dirigentes del Chelsea. Sin tener en cuenta siquiera que este no ha podido defenderse ni que se están considerando probadas las palabras que ponen en su boca, ahora minimizadas por Domenech, el sentimiento de injusticia que anima a los jugadores y los empuja a solidarizarse con Anelka es comprensible. Por otra parte, un periódico norteamericano recogía todo esto y afirmaba, no sin humor: "¡Los franceses hacen huelga hasta en el fútbol!".
Una vez admitida la arrogancia de este grupo, y sobre todo el hecho de que no estén en condiciones de medirse a los mejores, este tal vez sea un momento clave: hasta ahora, y aunque la crisis volvía a la opinión pública más vigilante respecto a las derivas del dinero fácil, la crítica respetaba a los futbolistas y a los deportistas de élite.
Todo se desarrolla como si ahora se les reprochase a ellos su individualismo y su dinero. Los enormes salarios de ciertos jugadores son indecentes en sí mismos. Ante la derrota, se han convertido en un objeto de escándalo. La otra clave es la seña de un país que ya no reconoce a sus jugadores y cuya mirada sobre su realidad social ha cambiado: antes lo aceptaba todo en nombre de la escuela de promoción social que representaba el fútbol; hoy señala con el dedo a "los golfos" o a quienes designa como tales.
Y los jugadores, al menos los más visibles, por no decir los más morenos, son entregados a la vindicta popular al grito de caïds [jefes de bandas marginales]. Que se les reproche su arrogancia o su áurea indiferencia, de acuerdo. Pero convertirlos en símbolo de una parte de la sociedad para atacarla, cuando es la que sufre más dificultades y discriminación, no es razonable. Es como si por una parte estuvieran los buenos y por otra los malos de los suburbios. "Si la Francia de esos pequeños caïds gana, será una catástrofe", dice aún Finkielkraut. Es este tipo de distinción lo que hay que evitar si no queremos añadir al fracaso deportivo un conflicto de otra naturaleza, esta vez étnico y político. Tal vez sería mejor seguir los consejos de nuestros colegas italianos, que explican sabiamente que los arrebatos son siempre malos consejeros. Y que critican "la democracia de la ira".
Jean-Marie Colombani es ex director de Le Monde.
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