César San Martín"La corrupción es crimen de Estado"
Presidente del tribunal que juzgó y condenó a Alberto Fujimori
Este hombre juzgó y envió a la cárcel a Alberto Fujimori, dictador de Perú, reo de delitos de corrupción y de crímenes de Estado. Se llama César San Martín, tiene 52 años, habla con serenidad de este episodio judicial que le valió el respeto en su país y, por ejemplo, de haber sido elegido por EL PAÍS como uno de los grandes personajes de Iberoamérica en 2009. Él dice que, entre otras cosas, fue esa consideración que el periódico tuvo con él ("y a lo mejor se ha equivocado") lo que rompió su costumbre de no decir "ni media palabra" de nada que tenga que ver con su oficio de juzgar. En esta conversación, que tiene ese aire de excepcional, narra cómo arrostró las dificultades de un juicio así contra alguien que hasta ahora mismo mantuvo una relación mafiosa con el poder y con la realidad.
"Las sesiones, televisadas, tuvieron insólitas cuotas de audiencia, como si hubiera sido un culebrón" "Cuando los Colina relataron lo que hicieron, hasta a nosotros se nos saltaron las lágrimas"
"Los análisis nos llevaron a la conclusión de que los crímenes eran decisión del número uno del Estado"
"El juez Garzón tiene todo mi respeto y consideración por los casos en que ha intervenido"
El juez, que ha estado dos meses enseñando Derecho Procesal en la Universidad de Alicante, es presidente de la Sala Penal Permanente de la Corte Suprema de Perú; sus obras incluyen tratados sobre la naturaleza de su cátedra y dos libros, uno sobre "delitos de tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito y asociación para delinquir" y otro sobre "aspectos penales y procesales de los delitos contra la libertad y la indemnidad sexuales". El primero de ellos sustancia su idea, repetida en esta entrevista, de que "la corrupción es un delito de Estado".
Fue mucha la presión que hubo sobre él (y sus compañeros de la Corte Suprema) durante los 15 meses de juicio contra Fujimori.
Pregunta. ¿Cómo le dejó esa experiencia?
Respuesta. Es una experiencia muy intensa y sujeta a mucha presión. Desde la Corte Suprema, nuestra idea era mantener la prudencia y la discreción, ese era el centro vital. Ser discretos, reflejar que habíamos actuado con total objetividad, mostrar que un juez, tras un fallo, no puede estar saliendo mucho al exterior tratando de justificar nada; entendíamos que, en lo fundamental, la justificación se dio con nuestra conducta en el juicio y con el tenor de la sentencia. Y mantuvimos la discreción a pesar de que los diarios opositores y favorables al presidente nos empezaron a dar caña. Pero la acogida fue tan favorable en el exterior y tal el respeto que mereció en los sectores políticos peruanos, que la crítica se paralizó. Ya no nos dicen nada.
P. Veinticinco años. Se dijo que fue una sentencia muy dura. ¿Las críticas que recibió a este respecto le han hecho reflexionar sobre la magnitud de la pena?
R. No. Mis dos compañeros y yo nos mantenemos firmes, y con el paso del tiempo nos hemos reafirmado. Convencidos como estábamos de que un jefe de Estado había ordenado o aprobado estos hechos tan lamentables, gravísimos, nos dijimos lo siguiente, y lo explicamos en la sentencia: Si a él, que es la máxima autoridad, que tiene un control absoluto del Estado, no se le impone la pena más grave del sistema, ¿a quién? Desde un exclusivo rigor jurídico y técnico, incluso social, no se justificaba una pena menor.
P. ¿Esas presiones que recibió incluyeron amenazas?
R. No. Cuando hablo de presiones me refiero a una crítica permanente de una opinión pública atenta. Sentíamos que había una mirada muy atenta de la opinión pública, de la clase política y, sobre todo, de las grandes organizaciones de derechos humanos internacionales. Si pregunta si desde el poder político o alguno fáctico se nos exigió, condicionó o se nos quiso obligar a que fijásemos algún tipo de decisión, ya le digo con claridad que no. Y uno puede decir "qué raro", porque en nuestros países siempre existe, de un modo u otro, alguna forma de llegar a los jueces condicionando, solicitando, requiriendo extraproceso algún tipo de solución o alternativa a lo que corresponda. Pero esto no ocurrió.
P. ¿Cómo se explica que eso no haya ocurrido?
R. Porque fue un juicio público, transparente. Todas las sesiones se transmitieron por televisión, con insólitos ratings de audiencia, como si hubiera sido un culebrón. Pensábamos que bajarían, pero aguantaron ¡15 meses, una locura!... Desfiló toda clase de gente. Lo que se estaba juzgando de verdad era una suerte de política de Estado. Esa era la discusión de fondo, si hubo o no tal política de Estado. Y lo que hizo que el juicio adquiriera una dimensión trascendente no era una situación individual o focalizada, sino que expresaba un modo de gobernar. Por lo menos, por ahí partió la acusación, por ahí trabajó fuerte la defensa para negar los cargos, y todo eso estaba en el pensamiento colectivo. Demostramos que no tolerábamos ninguna injerencia ni interferencia, y nadie, ni los de Fujimori ni los del Gobierno, llamó a las puertas o se valió de terceros para darnos un mensaje o incluir una petición. Nadie. Hay un dato importante sobre nuestra procedencia: ¿a quién debemos el nombramiento de los jueces? En Perú tenemos un sistema de nombramiento que depende del Consejo Nacional de la Magistratura, que es el encargado de nombrar y disciplinar a los jueces; la conformación de ese órgano no obedece directamente a ninguna directiva del poder político. No los nombra el Congreso, ni el ministro de Justicia o el Gobierno en general. La Corte Suprema nombra a un representante, el fiscal general del Estado nombra a otro, la Facultad de Derecho pública elige a uno, la privada a otro... En fin, los orígenes no son partidarios. Pero uno no es tan tonto como para ignorar que en esas instituciones pueda haber intereses partidarios...
P. ¿Y en su caso particular?
R. Fui nombrado por el Consejo de la Magistratura. También mis colegas Hugo Príncipe y Víctor Prado, compañeros en el tribunal. No debemos nuestro nombramiento a ningún poder político, no teníamos "que pagar", satisfacer o agradecer nada a nadie. Tampoco hay que magnificarlo, porque no nos interesa el origen, sino la conducta. Creo que el problema no está en cómo te nombran, sino en tus propias condiciones y en cómo se las arregla el sistema para que pueda expulsar aquellos mecanismos que son incompatibles con un sistema objetivo de méritos, calidez y calidad de los valores democráticos.
P. ¿Conoció antes a Fujimori?
R. Claro.
P. Y tuvo relación con él.
R. Absolutamente distante, en los niveles que corresponde. No he tenido ninguna relación cercana.
P. ¿Trabajó en su Administración?
R. No. Trabajé durante nueve meses, en 1993. Fue un trabajo técnico en el Gabinete del ministro de Justicia, y punto.
P. ¿Cambió su opinión de Fujimori una vez estudiado el alcance de sus fechorías? ¿O entendió que era un hombre manejado por su cómplice, Vladimiro Montesinos?
R. Ni una cosa ni otra. Nos metimos en el caso e hicimos unos ejercicios para mantener la pulcritud y la asepsia en lo que fuera posible. Siempre dijimos: "Tenemos que empezar con una mirada blanca, absolutamente blanca"... Nosotros, y esta es una labor típica de un juez profesional, no somos un jurado, teníamos cada uno más de 25 años de experiencia, y eso moldeó nuestra actitud individual frente al caso y frente a la persona. Entramos a analizar con mucho rigor porque sabíamos que el juicio tendría aceptación social, con independencia del resultado, si lográbamos en el imaginario social o popular dos metas: una, la transparencia, y dos, teníamos que redactar una sentencia distinta del modo común como se hacen las sentencias en Perú. Y por eso es como las de los tribunales penales internacionales. Queríamos historiar un régimen, cómo se fue diseñando y conformando. Una cosa es juzgar un hecho delictivo como lo puede hacer cualquier ciudadano, y otra cosa son los sentimientos de aprensión, de odio, de rechazo o de desprecio. Eso un juez no lo puede hacer. Sería la muerte de un buen juez. Uno tiene que ser crítico, pero el rigor que se nos pide para motivar una sentencia nos hace, desde el punto de vista profesional, ser muy cuidadosos y guardar esos sentimientos, o, en todo caso, no aceptarlos como parte de la lógica de enjuiciamiento en un proceso.
P. ¿No hay un momento en el que las atrocidades que se juzgan repugnan al propio sentimiento del juez? ¿No sintió en algún momento que esos asesinatos y esa corrupción tenían un componente espectacular de maldad, como que usted descendía a los infiernos de la política?
P. En el juicio hubo un primer momento en el que declararon las víctimas. Lo que decían nos conmovió el corazón; era terrible no solo lo que pasó, sino que, además, a muchas de esas víctimas de la dictadura los metieron presos después de ser maltratados, bajo cargos de terrorismo... Y cuando los Colina -los integrantes del destacamento de inteligencia- relataron lo que hicieron, hasta a nosotros se nos saltaron las lágrimas.
P. ¿Usted también lloró?
R. En algunos casos, sí, en privado. Me conmovió muchísimo el dolor. Y el cinismo con el que describían el asesinato de niños inocentes. "Se cruzó el chimono". El cinismo nos dolió... Hubo un momento del juicio en el que estaba claro que se mató y que esa fue una decisión superior y que allí estaban metidos los cuadros más altos del Ejército. Todavía no se discutía si estaba en cartera o no el presidente Fujimori. Eso sí nos llamó la atención. Ya no era cuestión de unos sociópatas que decidieran matar por matar. Era una cuestión mucho más elaborada. Y la magnitud de los hechos, su extensión en el tiempo, su forma de preparación indicaba que era una política institucional. No era ya la expresión de un loco que al margen de toda la concepción del Estado se dedicara a matar a supuestos adversarios. Leyendo los manuales de inteligencia, los diferentes documentos del Ejército, fuimos viendo que era ya una línea de conducta y una expresión de los hechos debidamente pautada. Ahí empezó el giro.
P. Era un régimen para delinquir.
R. Era una estructura que no se podía explicar en un contexto individual, sino en un contexto institucional. Eso nos marcó. Llegó un momento en el que, sin discutirlo mucho, la convicción era tan plena que nos miramos los tres jueces y dijimos: Bueno, este asunto no es que un loco o unos locos matan, sino que hay algo organizado, es un aparato de poder.
P. ¿El loco era Fujimori o el loco era Montesinos?
R. Cuidado con el término loco, que se puede decir coloquialmente...
P. Lo recogí de su expresión...
R. Pues voy a eso. Una política de Estado, o unas órdenes que parten de un sector central de la dirección del Estado, no es una cosa de locos, porque cuando uno dice "loco" traza inmediatamente la idea del no imputable. No. Cuando el ser humano se pervierte en sus bases fundamentales pasan estas cosas. Aquí hay una insania en términos estrictamente jurídicos, aquí hay toda una estructura de corrupción, un convencimiento, una lógica de planteamiento. Es un crimen de Estado... Observamos que no era solo un tema de los militares, que no había una autonomización de la clase militar frente al poder civil. El gran reto teórico y jurídico, procesal, era advertir si el salto era posible; para nosotros, y lo explicamos muy bien en la sentencia, ese salto se dio y se probó. Tal vez un punto vital para llegar a esa afirmación fue que nos encontramos frente a un Estado autoritario, no frente a un Estado democrático... Y estos análisis nos llevaron a la conclusión de que los crímenes eran una decisión del número uno del Estado.
P. Ha vivido usted aquí la peripecia judicial en torno a su colega el juez Garzón... ¿Cómo lo ha visto, como jurista y como ciudadano?
R. Voy a ser muy discreto y prudente porque hablo en un país que no es el mío. El juez Garzón tiene todo mi respeto y consideración por los casos en los que ha intervenido, por una línea cívica bastante clara. El caso Pinochet o lo que hizo en Argentina le confieren una especial sensibilidad y coraje. Es una obligación moral estar en ese flanco que él representa. Cuando se le imputa un cargo por prevaricación, cuando ves quiénes son las partes acusadoras, te llama profundamente la atención. Hablar a partir de ahí de prevaricación, con todo lo que ha avanzado el Derecho Penal internacional... Le expreso mi solidaridad y mi cariño más ferviente. Creo que los jueces de la Sala Segunda del Tribunal Supremo tienen los suficientes instrumentos y la suficiente calidad como para poder dictar un fallo que sea compatible con la ley, la justicia y la sensibilidad social.
P. ¿Qué expresión sería más adecuada para expresar su actitud ante lo que ha sucedido, sorpresa o estupor?
R. La más neutra es sorpresa: ¿qué pasa aquí? Tenemos la percepción del señor Garzón como un juez honorable, competente, preocupado, demócrata, cumplidor de las leyes... Y de repente se le imputa. Todo lo que uno cree que es, no lo es, ¡Dios mío!
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