Simone Weil, la insatisfecha
Un rostro de mujer sorprendente el de Simone Weil, luminoso, y al mismo tiempo bañado en una cierta oscuridad, un cuerpo de hierro y al mismo tiempo vulnerable, que se apaga muy pronto, a los treinta y cuatro años, sin dejar brillar todo el oro que ella creía llevar dentro. Una escritura fragmentada que arranca trozos de rotunda belleza a la reflexión, con un aliento poético que pocas escritoras han podido lograr. En este libro de ensayos, reunidos por Emilia Bea, La conciencia del dolor y de la belleza, la intención es acercarla a sus lectores para comprender aspectos fundamentales de su obra que son de innegable actualidad. Uno de ellos es que Weil nos plantea en términos modernos (por más que exista en ella una lectura helenista, clásica, de la condición humana) el problema de la libertad. Como Simone de Beauvoir, una de las cosas que más obsesionan a Weil es comprender con un sentido revelador y moral, que lleva de la comprensión a la acción (atenta y no pasiva), e involucra al otro como un valor humano inalienable. Esa vocación por la alteridad hace de ella una mística de la entrega y la convierte en el chivo expiatorio de sus escritos. Su vida es casi un acto de sacrificio, un fuego que la consume lentamente bajo la combustión de su inconformismo y su irreverencia. Weil pone en tela de juicio los conceptos modernos de civilización (el "desarraigo") y los ve como una herida que resulta de la violencia ejercida por la colonización contra aquellos que la historia no ha tomado en cuenta: las voces de esos oprimidos arrancados a su pasado, que no han tenido el tiempo de integrarse al presente; o la historia dominante de las religiones que han excluido a otras (la cátara). Pero lo más importante, y lo que resalta a mi modo de ver una parte de estos ensayos, es la vigencia de la crítica social y política de sus escritos (hay que distinguir los escritos filosóficos de sus fragmentos puramente especulativos), sus críticas a Marx y a su "misticismo burgués" que hizo que creyese ciegamente en la idea de progreso, ignorando el abismo que se crea entre las fuerzas productivas y los valores humanos en contra de toda vida espiritual. La dignidad del ser humano es el pensamiento y la capacidad intelectual, perderlos es perder esa relación con la belleza del mundo como un bien supremo, sembrando dolor y desesperanza. El pensar es para Weil un ejercicio de trascendencia que estará siempre en contra de ese orden social y jerárquico que divide el mundo entre dominantes y dominados, pese a estar unidos por un mismo destino: la muerte. Su sentido de la irreverencia y su obsesión crítica no cesaron de activar en ella una sed de verdad y de trascendencia (su experiencia como obrera es una de ellas) que terminó, creo yo, en una paradoja: aspirar a ese Bien supremo como conocimiento absoluto inspirado en Dios, con un pensamiento limitado y humano (a veces pagano) que, pese a la incertidumbre, siguió empujando con todas sus fuerzas, hasta salir al mundo y dejarnos varios tesoros. Una doctrina filosófica que solo podemos comprender si intuimos desde el inicio la columna vertebral que sostiene su pensamiento: la insatisfacción.
Simone Weil. La conciencia del dolor y de la belleza
Edición de Emilia Bea
Trotta. Madrid, 2010
251 páginas. 15 euros
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