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Columna
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Fama

Lo peor no es que a uno no lo conozca ni su madre, sino que lo confundan con otro. Pero hasta en eso hay clases. A Juan Marsé, que es un maestro, quisieron comprarle una vez la mesa chapada de nogal en la que firmaba ejemplares en El Corte Inglés, tomándolo por un encargado de la sección de muebles y él, sin inmutarse, sacó a relucir sus conocimientos de carpintería y se quedó con la clientela. Vargas Llosa siempre cuenta lo que le sucedió una vez en la feria de Madrid. Al parecer se le acercó un lector devoto que le confesó embelesado haber leído todas y cada una de sus novelas, pero quería felicitarle en especial por Cien años de soledad. Con mucha educación y delicadeza el escritor peruano trató de explicarle que él no era García Márquez. Entonces el admirador devoto se dio un golpe en la frente con la palma de la mano como si de pronto acabara de caer del guindo y exclamó: "Claro, hombre, si usted es Carlos Fuentes".

Si eso les pasa a los consagrados, imagínense lo que nos ocurrirá al resto de los mortales. Hay escritores que escriben su primer relato y se ponen la palabra escritor en la cabeza como si fuera un sombrero. Igual que cuando de críos soñábamos con ser aviadores o piratas. También hay adolescentes que quieren ser periodistas o detectives para acostarse con la rubia de la peli o resolver el caso del siglo. Una actitud que puede parecernos incluso tierna cuando se trata de alguien muy joven, pero que resulta bastante patética si se pasa de los treinta.

La fama puede llegarle a cualquiera, pero llevarla con elegancia solo está al alcance de algunos espíritus muy elevados capaces de mantener el tipo de perfil, ofreciendo al adversario el menor flanco posible con la ayuda siempre de una sonrisa. Para ilustrarlo bastan dos anécdotas de buena tinta que me contó el otro día David Trueba mientras nos tomábamos un arroz con ortigas de mar en la Malva-rosa. Una ocurrió en un quiosco de la Gran Vía de Madrid. Iba el cantante Víctor Manuel solo a comprar tranquilamente su periódico cuando de repente ve en la acera a dos tipos de mediana edad cuchicheando y señalándolo con el dedo.

-¡Mira quién está ahí!- dice uno.

-Ay, sí... Me suena, ¿pero quién es?- le contesta el otro.

-Sí hombre...- le dice el amigo y empieza a chascar los dedos como si tuviera el nombre en la punta de la lengua. Hasta que por fin se le ilumina el rostro y exclama: ¡Ana Belén!

La otra sucedió en un mostrador de facturación de Iberia en Barajas. Estaba Geraldine Chaplin dejando su equipaje para volar a Ginebra, cuando ve a una señora dándole un codazo a su marido y diciendo:

-Mira, Manolo, la hija del Gordo y el Flaco.

Ya ven... No somos nadie.

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