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CINE
Columna
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Música para camaleones

Escribo esto mientras escucho Songs for Lulu de Rufus Wainwright y pienso en una escena en un café de Viena de los años treinta con personajes salidos de una novela de Joseph Roth, sonido de cucharillas de plato contra platos de porcelana y risas distantes. Mi vida ha estado marcada por la más ecléctica banda sonora: recuerdo que cuando mis padres escuchaban música los domingos por la mañana, yo me sentaba en el balcón de mi casa y me imaginaba historias que aunque poco o nada tenían que ver con los temas que sonaban, para mí estaban ferozmente unidas a esa música. Por alguna razón que varios años de psicoanálisis no conseguirían desentrañar, Lucho Gatica cantando Reloj no marques las horas era el fondo que tenían historias de piratas que me inventaba que no eran más que inocentes variaciones de la trama de La isla del tesoro. Mario Lanza y sus gorgoritos de la Serenata de las mulas eran el fondo con el que me imaginaba historias de detectives en la época en la que transcurren Los tres mosqueteros. El tema de Francis Lai para Un hombre y una mujer, era el tema que más sonaba hasta el punto de que el single del dabadabadádabadabadá se rayó sin remedio. En mi cabeza el dabadabadá era la música que acompañaba a unos niños que resolvían misterios mientras comían tarta de arándanos.

Esta experiencia infantil con la música en el balcón ha sido primordial para entender cómo trabajo con las bandas sonoras de mis películas. Para empezar escribo con música, y muchas veces una determinada canción me ha inspirado secuencias enteras, comportamientos, réplicas, finales. Escuchar Hope there' s someone de Antony and The Johnsons fue crucial no sólo para filmar una de las secuencias más bonitas de La vida secreta de las palabras sino para entender más a los personajes que pululaban por la plataforma petrolífera. Canciones archiconocidas como God Only knows cantada por los niños de un colegio en los años setenta redimensionaron momentos especialmente emocionantes de Mi vida sin mí. He trabajado en tres películas con Alfonso Villalonga, un músico, actor, cantante y compositor de enorme talento con el que comparto un sentido del humor completamente marciano. Alfonso entiende a duras penas que en mis últimas dos películas no haya utilizado una banda sonora orquestal al uso, sino temas ya existentes que escogí personalmente. Elegy tenía tantos temas de piano clásicos tocados por el personaje que interpreta Ben Kingsley, que un soundtrack al uso hubiera sido completamente redundante. Mapa de los sonidos de Tokio fue una película concebida en torno a los temas que había escuchado sin tregua mientras la escribía. Me resultaba imposible desligarla de ellos y de los sonidos de la ciudad.

Creo que un cineasta tiene que sentirse libre a la hora de afrontar una banda sonora y arriesgarse a que le tachen de lunático o de cursi o hasta de las dos cosas a la vez. Si son las canciones de Belle and Sebastian las que te fascinan, utilízalas aunque estés contando una historia de romanos: puede ser que la voz nasal y melancólica de Stuart Murdoch redimensione una escena épica aunque banal de una carrera de cuadrigas. Si no funciona, siempre estarás a tiempo de acudir a John Williams o a sus discípulos. Lo que quiero decir es que si una escena es predecible, una música predecible puede acabar de destrozarla.

Cuando vi, años más tarde, Un hombre y una mujer me decepcionó ver que Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant no eran niños ni resolvían ningún misterio ni comían tartas de arándanos.

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