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Columna
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Boquerón

Han pasado más de cinco años desde que, en marzo de 2005, apareció la Ballena Blanca, operación policial de nombre gigante, de cetáceo cinematográfico. Un gran bufete de Marbella había caído en manos de la justicia, decenas de detenidos, gente ejemplar, de orden, notarios, abogados, empresarios, políticos. Era un caso internacional. La Unidad contra la Delincuencia y el Crimen Organizado colaboró con funcionarios y servicios secretos extranjeros. Luchaba contra la limpieza millonaria de capitales procedentes del tráfico de armas y drogas. Así se presentó aquel caso enorme. Y entonces, antes del juicio, pasaron los años, el tiempo, seguramente necesario para cerrar con pleno fundamento la instrucción judicial.

Pero en estos cinco años el caso se ha ido desinflando. Los millones lavados ya no son 200, sino 12: han menguado en más de un 90%. Los imputados, que fueron 40, se han quedado en menos de la mitad. La ballena quiere convertirse en el pequeño boquerón de la bahía de Málaga. Se perdieron 27 tomos del sumario, y luego 10 aparecieron entre los papeles del caso Malaya, pero ya no valían. Ha adelgazado mucho lo que parecía insoslayablemente grave. En marzo de 2005, en la SER, el fiscal general del Estado, Conde-Pumpido, definía el asunto Ballena Blanca como "demostración de la invasión silenciosa de las mafias". No era una sorpresa para el fiscal general, que decía tener constancia de cómo se instalaba en España un monstruo, "el monstruo de la mafia internacional (...) a través del blanqueo de dinero".

El monstruo es viejo, conocido: es la mala vida orgánica, estructural, consustancial a cierta economía mediterránea, fundada en el turismo, la construcción y la banca, desde Chipre, en el lejano mar de Levante, pasando por las costas de todos los mares mediterráneos -Egeo, Jónico, Adriático, Tirreno- hasta el océano Atlántico. Graham Greene, vecino de Niza, publicó en 1982 un panfleto, J'accuse, (Yo acuso), que hablaba de la corrupción en la Costa Azul, casinos y drogas, gangsterismo, industria de la construcción como máquina depuradora de ganancias ilícitas, con la colaboración de policías y magistrados, además del alcalde, también propietario del periódico local, como en una novela negra. Y, como en una novela negra, en el caso Ballena Blanca se ha perdido parte del sumario. En las novelas criminales las pruebas desaparecen, o se estropean, y los testigos se desmienten a sí mismos, o son eliminados, por casualidad o en virtud de un acto ejecutado conforme a un plan, no se sabe.

El caso Ballena Blanca ha cambiado mucho. Adoptó una marcha lenta que ha favorecido el poder disolvente del tiempo. La estrategia defensiva de los acusados es muy clásica: no importa qué hicieron. No importa en qué grado delinquieron, si delinquieron. Ahora juzgan ellos la competencia del juez de instrucción, su presunta parcialidad y enemistad manifiesta hacia los investigados, los procedimientos de la policía que realizó las detenciones, la probidad judicial y policial. La cuestión no es si los acusados son culpables de los delitos que, según el fiscal anticorrupción, cometieron. La cuestión es si son justos los jueces, si los policías respetaron la ley. Ahora invocan a su favor la ley quienes supuestamente infringieron la ley. No entran en los hechos: impugnan la legalidad del procedimiento.

Es probable que todo mengüe aún más, hasta la disolución absoluta, porque tampoco las fechorías del caso chocan demasiado contra los valores, quizá dominantes, de muchos ciudadanos, que no tienen prejuicios ante el dinero, blanco o negro. El esplendor económico de estos años ha contado con esta falta de prejuicios, la connivencia de honorables organismos públicos y privados, y cierto beneplácito popular.

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