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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Como una película de Ophüls

Marcos Ordóñez

La esposa de un hombre impenetrable encuentra en su cartera la cinta violeta que le guiará hacia un amor secreto; el marido evoca su historia con ambas mujeres, ya perdidas para siempre; un amigo, escritor, actúa como confidente del matrimonio; la amante revela, al fin, su verdad, tan compleja y cambiante como los relatos precedentes. Podría ser una película de Ophüls (reparto soñado: Danielle Darrieux, Pierre Fresnay, Harry Baur, Jeanne Moreau) o una novela de Ford Madox Ford, pero la escribió Sándor Márai y se llamó La mujer justa. Título equívoco: sería más apropiado La mujer ideal o La mujer de su vida, pero imagino que Eduardo Mendoza y Fernando Bernués, adaptador y director, lo han mantenido para atraer a los muchos lectores del libro. La dona justa se llama, pues, la versión catalana que se está representando en el Borràs de Barcelona. Formidable narración, ambientada en el Budapest de antes y después de la guerra, contada a tres voces (Marika, la esposa; Peter, el marido; Judit, la amante), con las codas o interpolaciones de Lazar, el amigo escritor. Márai es un maestro a la hora de plasmar las fluctuaciones del corazón, los sentimientos contradictorios, las pasiones que no encuentran cauce (por pudor social o por simple cobardía) y cuando brotan lo desbordan. Viejas, eternas historias: lo que debió decirse y no se dijo; lo que se hizo cuando ya era tarde; los amores enquistados que mutaron en odio o traición. Todo suena verdadero, pero los narradores, en la mejor tradición de Henry James, son poco fiables hasta para sí mismos: ha pasado demasiado tiempo entre lo que vivieron y lo que recuerdan (o prefieren recordar).

Fernando Bernués ha conseguido una puesta en la que todos se hacen escuchar con el ritmo preciso, sin aceleraciones: vale oro ese metrónomo

Mendoza ha resuelto con brillantez el arduo envite de condensar en dos horas una novela de seiscientas páginas y dotarla de entidad dramática, de vida palpitante, con un solo y mínimo tropiezo: la elipsis que tiene lugar durante el careo entre esposa y amante, esencialmente cinematográfica, y que en teatro queda un tanto confusa. La producción de Tantakka y el centro CAER de Reus es exquisita, casi británica. Perfectos los juegos de luz (cálida, otoñal) de Xavier Lozano; impecable el vestuario de Olivar y Vilda, y deslumbrante el decorado de Fernando y David Bernués, con filmaciones de Edi Nando: tres enormes cuadros, con marco dorado, que son, a la vez, espejos y ventanas a un pasado en constante movimiento.

Rosa Novell brilla como nadie en monólogos de enterradas vivas: tras Winnie, Molly Bloom y la señora Zittel de Plaza de los héroes, comparece Marika, asfixiada en su matrimonio con ese burgués que confiesa ser "incapaz de entregarse a un sentimiento", pero al que siguió amando porque era "una criatura triste y solitaria, a la que nadie podía ayudar". Todo un tour de force: atrapar al espectador desde el comienzo mismo de la función, sumergirle en el clima y el tempo del relato, y llevarle a los sucesivos picos de una cordillera emotiva: el nacimiento del hijo (que por un instante iluminó el rostro del marido) y el dolor atroz de su pérdida; el desesperado intento de reconquista; la obsesión por seguir el rastro de la cinta violeta y encontrar a la dueña de ese rescoldo todavía ardiente. Viene luego un bache: el diálogo entre Marika y Lazar, en la escena de la fiesta, un tanto escorado hacia el melodrama; es impecable, en cambio (salvo la elipsis citada), el careo a pie firme con Judit, la amante, y la majestuosa reaparición final, cuando la esposa, sola pero libre, se ha reconciliado con la vida, en un doble acorde, muy bien ejecutado, de resignación y lucidez. Lazar es Victor Pi, un actor que siempre tiene un agradecido punto de extravagancia e imprevisibilidad: da muy bien las zonas de luz y sombra de ese escritor empecinado en ser el guardián de una cultura que desaparecerá bajo las bombas, pero que cuando pierde todos sus libros murmura: "¡Por fin!", como si se liberase de un peso insoportable. Antes he mencionado el eco de Ford Madox Ford, aunque la verdad es que Peter, el marido, parece dibujado por Italo Svevo: ese hombre enigmático, indeciso, que se autodefine como "un artista que no ha encontrado su forma", que no cree en las lágrimas ("el dolor es seco y mudo") y que encarnará un asunto habitual en la novela de entreguerras: la degradación por amor. Diría que Àlex Casanovas es un poco joven para el papel. Consigue transmitir esa opacidad que esposa y amante le reprochan, y el perfil como lijado por la vida, pero todavía le falta dejar entrever (en su voz, en su mirada, en su andar), sino el mínimo temblor que suscitaría la evocación de aquellos tormentos, al menos la huella de alguno de sus impactos, por mucho que Peter se empeñe en disimularlos: es el personaje más difícil de la obra, y alzar su estatua resquebrajada es el gran reto que Casanovas ha de lograr.

El otro papel endiablado es Judit, con la doble ventaja de que Cristina Plazas puede mostrar más abiertamente sus cambios, por acción dramática y por narración, y que posee le physique du rol que, como se sabe, siempre va más allá de lo físico. En otras palabras: Plazas tiene algo de lo que tenía Moreau como Novell tiene algo de lo que tenía Darrieux. Lo que Lazar vio en Judit la primera vez: un lado peligroso, salvaje. Esa mirada que puede ser clara, esfingiaca, y de repente convertirse en una mueca maliciosa y dañina. La conocemos temerosa, aviejada, casi servil en su primer encuentro con Marika; luego, cuando volvamos a encontrarla en una pensión romana, contándole a un joven amante (Oriol Algueró) la historia de su vida, podremos imaginarla enferma de amor, literalmente enmudecida durante doce meses, y capaz de pasar de la adoración al odio, al anhelo de destrucción, y luego al pesar por lo que echó a perder, y al encogimiento de hombros, y al brindis al sol: sí, nos lo creemos todo. Fernando Bernués ha conseguido una puesta en la que todos se hacen escuchar con el ritmo preciso, sin aceleraciones: vale oro ese metrónomo.

Sólo pediría oírles un poco más alto: hay que revisar esa sonorización.

La mujer justa, de Sándor Márai. Adaptación de Eduardo Mendoza. Dirección de Fernando Bernués. Teatro Borràs. Barcelona. Hasta el 27 de junio.

Rosa Novell y Álex Casanova, en <i>La mujer justa</i>, de Sándor Márai, adaptada por Eduardo Mendoza.
Rosa Novell y Álex Casanova, en La mujer justa, de Sándor Márai, adaptada por Eduardo Mendoza.CARLES FARGAS

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