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Columna
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Despilfarro virtuoso

El despilfarro no es una lacra de la economía vigente: es su esencia. No es una excepción, es la norma, y en estos dorados años la hemos cumplido: cada uno ha gastado en la medida de sus posibilidades. Comprar y gastar es la clave moral de nuestra vida, placer y obligación. Lo que nos convierte en ciudadanos de provecho es consumir. Contribuimos a la economía mundial obedeciendo, es decir, gastando, aprovechando la hiperoferta incesante. ¿Qué sería de la economía de mercado si la gente no fuera al mercado? El fundamento de la sociedad no es el trabajo, sino el consumo, y los que no gastan son los frustrados, los fracasados, los avergonzados, los antisociales. La norma social fundamental manda gastar: no es ir a la iglesia los domingos, sino al centro comercial todos los días.

En la vida andaluza, de paro crónico y trabajo perpetuamente y amenazadoramente inseguro, las administraciones públicas han asumido el principio ético de que poder es gastar, gastar es poder. La Junta, los ayuntamientos, las diputaciones, se han transformado en empresas constructoras, de servicios, de inversión, culturales, de propaganda, múltiples. Los dignatarios del Estado han demostrado una generosidad muy especial, sin dinero propio. Han podido ser valientes sin riesgos, felices, entregados a la publicidad incansable de sí mismos. En 2008 la Junta gastó en publicidad 200.000 euros al día, que, lo sé, es una cantidad mezquina, ridícula, insignificante en el alto mundo al que pertenece, y este año será aún más ridícula: sólo poco más de 79.000 euros diarios.

Al hinchamiento del poder empresarial de los gobernantes contribuye el fichaje de personal de confianza, amigos, socios de partido, clientes varios, inmensa clientela, porque las instituciones han actuado como oficina de empleo, principal empresa del pueblo en el caso de los ayuntamientos. Los alcaldes han crecido hasta alcanzar la talla de minimagnates, microplutócratas locales. Han repartido trabajo, dinero y diversiones, y quizá por eso hay algo en la corrupción que no nos molesta del todo, porque algo queda de resaca y responsabilidad colectiva. Pero el Estado se ha desinflado. Al pobre Estado se lo comen las deudas, como si fuera un ciudadano más, hipotecado a perpetuidad, acostumbrado a sobrevivir gracias al crédito bancario y a las ayudas de la Unión Europea. El festín inmobiliario no era sólo construcción: era esencialmente negocio financiero.

El virtuoso despilfarro de lo público ha tenido como complemento una visión miserable de la Hacienda pública. Un día, el presidente Zapatero apareció pregonando que bajar los impuestos es de izquierdas. Inmediatamente fue condenado al olvido el artículo 31 de la Constitución, que habla de "un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad". Los más ricos han visto multiplicarse las vías para no pagar a Hacienda, mientras el Estado subvenciona a los ricos para que cultiven su identidad, es decir, para que sigan enriqueciéndose. Ahora el Gobierno avisa de una rápida, inminente subida de impuestos a los más ricos. Y ahora mismo, un rato después, lo inminente ha sido aplazado para cuando toque.

El desprecio de la Constitución ("Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica") favorece el desprestigio de los impuestos y de lo público. Al gobernante le gusta presentarse como benefactor social, repartidor de dinero y dones, pequeño emperador romano. Zapatero regalaba 400 euros por contribuyente, copiando al emperador Bush, que dio 800 dólares. O premiaba como un patriarca la fertilidad de pobres y ricos. Y ha sido algo muy andaluz estos años considerar los servicios sociales, salud y educación incluidas, como beneficencia para desamparados que no pueden comprar sanidad y educación privadas.

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