Bilbao retoma el almacén fantasma
Philippe Starck inaugura una radical intervención en la Alhóndiga que remite al 'efecto Guggenheim'
Personas frente a edificios. Así ha planteado Philippe Starck su radical intervención en la Alhóndiga bilbaína, el antiguo almacén de vinos y aceites de la ciudad. Esto es Bilbao y aunque el edificio fuera una manzana muerta durante casi tres décadas hoy vuelve a ser el centro del mundo. El almacén fantasma ha sido conquistado por los ciudadanos. Y anuncia una nueva época: si el Guggenheim trajo turistas (615.545 el año pasado), la Alhóndiga está pensada para el disfrute de los bilbaínos.
Fue la bibliotecaria Marián Egaña, consejera delegada del proyecto, quien ideó este centro para cultura y salud de acceso público en el corazón de la ciudad. Con los últimos recortes, esa vocación social podría parecer un vestigio del pasado. En realidad es futurista. Tiende un puente entre el civismo de la plaza pública romana y el espacio para animar un ocio no comercial en el siglo XXI. Lo de no comercial merece la pena aclararlo porque, aunque en las termas romanas sí cupieran los vendedores, la Alhóndiga está pensada para que cualquier visitante pueda enriquecerse todo menos el bolsillo.
Exposiciones, piscinas con luz natural, solarium de 3.000 metros cuadrados, cines de arte y ensayo, mediateca, restaurantes, un enorme gimnasio y solo una tienda de recuerdos ocupan el interior del antiguo almacén. Arquitectónicamente, por mucho que Starck se haya mostrado contenido y por mucho que la prioridad sean ahora los ciudadanos, el modelo remite al Guggenheim.
Tras ser rechazada por Gehry como primera ubicación para el propio Guggenheim y declarada posteriormente bien de interés cultural en 1999, la Alhóndiga resultaba intocable. Con un inmueble así ¿a quién encargar la reforma de 43.000 metros cuadrados por 75 millones de euros? Al mejor interiorista del mundo. Por lo menos al más famoso. El resultado ha sido certero. Donde el Guggenheim ofrecía espectáculo, la Alhóndiga ofrece sorpresas. Una detrás de otra. Se vació el fortín del arquitecto Bastida y se instalaron dentro tres cubos de ladrillo agujereados por arcadas y soportados por columnas que imprimen al conjunto un aire metafísico, rossiano, como de pintura de Giorgio de Chirico.
En la planta baja, el movimiento del agua en la piscina de la cubierta, y el vaivén de los bañistas, decora parte del techo. Para compensar la falta de luz, un bosque de 43 columnas, firmadas por el escenógrafo Lorenzo Balardi ofrece entretenimiento. Pueden jugar a encontrar parejas. Algunas se parecen. Varias están forradas con idénticos materiales. Pero no hay dos iguales. El juego resume un recorrido por la historia del arte y los países del mundo a través de sus columnas: de la dórica a la pop, todas en versión posmoderna. La diversidad, la búsqueda del crecimiento personal (frente al ansiado enriquecimiento de los últimos años) y la idea del disfrute sin consumo son aquí, efectivamente, más importantes que la arquitectura. Civilización y sofisticación se aúnan en este edificio.
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