"Resistiremos hasta el final"
Más de 5.000 'camisas rojas' desafían el ultimátum del Ejército tailandés y se quedan atrincherados en sus posiciones en el centro de Bangkok
"No tengo miedo. Si vienen los soldados, nos sentaremos y esperaremos. No tenemos armas. Nos quedaremos aquí y resistiremos hasta el final, porque luchamos por el futuro y por la democracia". Suwannee, de 52 años, habla con una sonrisa en los labios. Sentada bajo un toldo, junto al escenario del campamento de los camisas rojas, encarna el prototipo de manifestante que el Gobierno tailandés querría borrar de su memoria: mujer, apasionada por la causa, pacífica y madre de familia. "Abhisit Vejjajiva
[el primer ministro] es el terrorista, no nosotros", dice esta propietaria de una panadería en Bangkok. A su lado, otras dos mujeres asienten.
Suwannee, como miles de otros camisas rojas, hizo ayer caso omiso al ultimátum lanzado por el Gobierno para que desalojaran el campamento que han instalado en un área de más de tres kilómetros cuadrados en el barrio más comercial de la capital para pedir la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones. Acusan al Gobierno de haber llegado al poder de forma ilegítima.
Los líderes de la protesta piden un alto el fuego y negociaciones
Muchas mujeres, ancianos y familias con niños se negaron a abandonar el recinto fortificado, a pesar del riesgo de un asalto armado, de las advertencias de las autoridades en mensajes recibidos en los teléfonos móviles y de las avionetas que sobrevolaron la zona arrojando octavillas, instándoles a que se fueran bajo la amenaza de dos años de cárcel.
Los líderes de la protesta volvieron a pedir al Gobierno un alto el fuego y negociaciones, ya sin la exigencia hecha el domingo de contar con la mediación de la ONU, que fue rechazada por Abhisit. El Gobierno mantuvo su posición y dijo que el Ejército no se retirará -cosa que piden los camisas rojas- hasta que estos dejen de atacar. "La operación
[para dispersar a los acampados] se llevará a cabo tan pronto como sea posible", afirmó Satit Wonghnongtaey, uno de los ministros del Gabinete de Abhisit.
La Cruz Roja reunió a un centenar de niños de familias que se niegan a irse en el templo Pathumwanaram, dentro de la zona de protesta. A primera hora de la tarde un camión descargaba comida en el patio. "No tengo miedo y no me iré", asegura Nattaya Dongsit, una joven de 21 años, con su hijo de 17 meses en el regazo. Nattaya llegó a Bangkok el 13 de marzo desde la provincia nororiental de Sisaket.
"El templo ha sido declarado zona segura para los niños y la gente mayor. Estamos trayendo comida y agua", afirma Usa, de 47 años, una de las responsables de la Cruz Roja. De repente, se oye el ruido de una avioneta, la gente se agita y alguien dispara varios fuegos artificiales hacia el cielo.
Al amanecer de ayer resonaron tiros y explosiones fuera del hotel de lujo Dusit Thani, situado en la confluencia de la calle Silom con la barricada sur del campamento. Soldados y manifestantes intercambiaron disparos dentro de la zona de protesta. Los clientes fueron conducidos al sótano y el hotel desalojado durante el día.
Las áreas entre el campamento y las posiciones de los soldados han sido declaradas zonas de fuego real. Una superficie de unos 20 kilómetros cuadrados en torno al campamento rojo ha sido sellada por el Ejército, y se ha convertido en un barrio fantasma.
La violencia se ha disparado después del atentado, el jueves, contra Khattiya Sawasdiphol, un general de división renegado del Ejército, que actuaba como estratega militar de los camisas rojas. Khattiya fue alcanzado en la cabeza por un francotirador de las fuerzas de seguridad, según sus seguidores. Ayer murió en un hospital de Bangkok.
Más de 5.000 personas continúan acampadas tras las barricadas, construidas con neumáticos, lanzas de bambú y alambre de espino. Su moral -constantemente animada por los líderes y cantantes que se suben al escenario levantado en el cruce Ratchaprasong- está alta, a pesar de que el Gobierno ha cortado el agua y la electricidad. Los acampados tienen grandes generadores, alimentados con combustible.
"Pedimos justicia. He venido por mí misma, porque me lo pide el corazón y me quedaré", dice enojada Boonta Fuengfoo, de 77 años. La gente descansa sobre esterillas, y cocina en hornillos. Un hombre saca varias cajas del maletero de un taxi. Una joven lleva comida al puesto de mando. A intervalos regulares, hay fotos de las víctimas de los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.
A pesar de que la comida comienza a escasear, los acampados no tienen miedo. "Sacamos el agua de la red del sistema antiincendios, en las aceras, y algunos policías y soldados amigos hacen la vista gorda cuando introducimos comida", sonríe Pamas Jun, una mujer de 39 años. "Hay policías y soldados que tienen a su familia en el campamento", explica un hombre.
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