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Columna
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Alcaldes

Aunque la norma no está escrita, parece que la caducidad de nuestros máximos dirigentes es aproximadamente de dos legislaturas. Y no es mala norma, desde luego. Aznar fue el primero en ponerla en marcha en este país, aunque tuvo la delicadeza de hacer coincidir su decisión con la que tomaron poco después los ciudadanos en las urnas. Ahora es una realidad cada vez más extendida, casi no llegan a la meta de los ocho años cuando ya están políticamente agotados. La sociedad evoluciona más rápido que ellos y así se quedan obsoletos.

Zapatero inició su primera legislatura preparado para desarrollar una sociedad que estaba en la abundancia. Prefería negociar las alianzas nacionales e internacionales y alejarse todo lo posible del ardor guerrero, disminuir las discriminaciones ya fueran por sexo o por dependencia, y centrarse principalmente en política social. Pero en la segunda legislatura apareció la sombra de la crisis y todo cambió, se empeñó en conjurarla para que no existiera, la negó una y otra vez, hasta que la realidad se impuso sobre los deseos. Las circunstancias sociales cambiaron y la política ya no es de abundancia sino de supervivencia, algo para lo que no estaba preparado. Ahora vuelve el clamor del cambio, tanto de presidente como de partido, vuelve el voto conservador, pero a ser posible sin Rajoy, que también es un retrato de otros tiempos. Un problema de sucesión.

Camps tampoco soporta los ocho años. Los primeros fueron para defender la herencia que le correspondía, porque se la cedían a trozos, por partes, a regañadientes. Cuando al fin consiguió reunirla casi toda, en la segunda legislatura, se encontró que también heredaba los malos hábitos de gestión, salvo que ahora tenía toda la responsabilidad y no podía compartirla con sus mayores. Realmente una herencia envenenada. Llegaron las acusaciones, después los escándalos y, por último, la pérdida de reflejos. También aquí el voto es mayoritariamente conservador, el deseo imposible de regresar al pasado, pero Camps ya no es conservador, es un problema del presente. El resto de su tarea consiste en mantener el voto y pasar la herencia.

Ahora que el mercado dirige la política nacional en toda Europa, puede que sólo nos quede hacer política municipal. Algo así como sustituir los presidentes por alcaldes, la última trinchera de la autonomía. En Madrid necesitan a un híbrido de conservador y liberal, al estilo de Inglaterra, por eso hay muchos ojos que miran al alcalde, hacia Ruiz Gallardón. En Valencia es más complicado, pero también tenemos alcaldes y alcaldesas. Será muy interesante observar cómo se produce el quiebro estratégico del "yo soy el candidato" al "esta es la presidenta". Claro que nunca ocurre lo inevitable y mucho menos en política, pero es evidente que llegó la hora de los alcaldes y la despedida de los presidentes.

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