Venceré
Era el más canijo de los cuatro hermanos, y de todos los chavales del barrio, pero eso no le acobardó a la hora de apuntarse a la carrera de bicis que los muchachos habían organizado para la tarde de aquel domingo. De haber sido una carrera de bicis normal y corriente, no habría tenido ninguna posibilidad, debido a sus piernas cortas y enclenques. Pero era una carrera especial en la que estaba en juego algo más que la potencia física. Era una carrera en línea recta hacia un barranco que desembocaba en un vertedero lleno de zarzales. El valiente que frenase más cerca del límite, ganaría el reto, la admiración de las chicas y el respeto de los chicos. No se lo dijo a sus padres, ni a sus hermanos mayores. Sólo el hermano pequeño sabía que iba a competir por un lugar entre los valientes, pero no sabía nada del plan. Porque tenía un plan, el instinto de ganar y el deseo de probarse a sí mismo le habían llevado a urdir un plan, radical pero infalible. Sabía que iba a ganar, y esa certeza no le dejaba dormir por las noches. La mañana del domingo los dos hermanos inflaron las ruedas y tensaron los frenos. Y por la tarde algunos vecinos les vieron cruzar las calles y los caminos montados en la bicicleta. El pequeño sentado en el sillín y aferrado a la cintura del mediano, que pedaleaba de pie, lleno de impaciencia y excitación.
Cuando llegaron al descampado se oyeron murmullos y algunas risitas, pero no le importó. Esperó su turno, con una sonrisa misteriosa, y cuando el claro favorito hubo batido a todos los demás, se situó en la línea de salida. Entonces una chica pelirroja agitó el pañuelo y enseguida el contrincante le adelantó con ímpetu, pero tampoco le importó. Ni que frenase en seco a unos centímetros del límite, entre los gritos de la afición, y se volviese para verlo derrotado. Sintió el miedo entrándole por la boca, pero ya no había marcha atrás. Tenía que hacerlo si quería ganar. Y quería ganar, quería ganar más que nada en el mundo, aunque sólo fuese por una vez, aunque esa primera vez fuese también la última. Necesitaba ganar. Por eso, muy cerca ya de su adversario, cerró los ojos, apretó los dientes y se lanzó al vacío. Ni siquiera en el aire se despegó de la bici, y por un momento su silueta se recortó contra el sol del atardecer. Luego cayó en picado entre los zarzales y toda clase de residuos.
Dice que no perdió del todo la conciencia, y que aún recuerda vagamente las cabecitas asomándose al precipicio, el susto en las caras, el trajín y la histeria del rescate, el collarín, las costillas rotas, los arañazos y las magulladuras, el verano entero de reposo, el disgustazo de su madre y el broncazo de su padre, las firmas de sus hermanos en la escayola. Pero aún hoy, 30 años después, le brillan los ojos cuando cuenta su hazaña infantil. Y sonríe de orgullo.
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