La herencia de Josip Broz Tito
30 años y cuatro guerras después de la muerte del dictador, serbios, croatas y bosnios reafirman sus diferencias aunque hablen una misma lengua
Apenas queda nada de Yugoslavia, el país que supo nadar entre dos mundos enfrentados durante la guerra fría. No queda Estado en cualquiera de sus manifestaciones ni idioma común. Aunque serbios, croatas y bosnios hablan la misma lengua se empeñan en afirmar que son diferentes. Sólo permanece la memoria de un tiempo mejor entre los más ancianos, que vinculan la figura de Josipa Broza Tita, como se dice en serbocroata, a la paz, a los viajes y a la libertad de usar vaqueros.
Ayer se cumplieron 30 años de la muerte del hombre que gobernó durante 35 -con puño más o menos de hierro- un país con seis nacionalidades, varios idiomas y tres religiones inventado tras el hundimiento de los imperios. Diez años después de su muerte, su obra saltó por los aires devorada por los nacionalismos serbio y croata, y sobre todo por el odio acumulado y el miedo. Una historia compleja y dolorosa en manos de políticos irresponsables como Franjo Tudjman y Slobodan Milosevic provocó decenas de miles de muertos y heridos y millones de desplazados y refugiados.
Los viejos vinculan la figura del dictador a la paz, los viajes y los vaqueros
Cuatro guerras -Eslovenia y Croacia (1991), Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y Kosovo (1999)- borraron con sangre el legado de un hombre que más que un visionario o un estadista resultó ser un gran actor capaz de crearse una imagen en el telón de acero, otra en Occidente y una tercera en casa. Y sobrevivir a todas las contradicciones. Su país, en cambio, no sobrevivió a las suyas.
Odios latentes desde la Edad Media (esencial el libro de Ivo Andic, Un puente sobre el Drina, ahora traducido directamente del serbocroata) y, sobre todo, de la ocupación nazi (La piel de Curzio Malaparte), fueron más fuertes que unos vínculos más propagandísticos que reales y eficaces.
Treinta años después del fallecimiento del mariscal Tito, su figura en los Balcanes se ha reducido a unos debates televisivos entre historiadores, una moderada titomanía en Sarajevo, símbolo de aquella unidad plurinacional y víctima de ese cuento, una página en Facebook titulada Por qué 30 años después de la muerte de Tito, Yugoslavia sigue viviendo en nosotros y un aumento significativo de las visitas turísticas a La Casa de las Flores, en Belgrado, donde está enterrado.
El mausoleo -hasta hace unos años abandonado por una Serbia que considera a Tito el principal enemigo de su nacionalismo- es una prueba de que los tiempos se mueven, aunque muy despacio. Ahora se muestra limpio y atractivo porque esa Serbia que trata de salir del túnel de las cuatro guerras balcánicas (empezó todas y las perdió) ha descubierto el turismo y el dinero, y a los turistas les atrae la figura de Tito, el gran actor, el hombre que supo guerrear como jefe de los partisanos contra los nazis y cautivar a los británicos por su antiestalinismo pero que no supo construir un país.
Yugoslavia ya no existe. Quedan las canciones de una época y algunas películas, miles de libros y una sensación colectiva de vértigo. Ahora todos miran a la Unión Europea (ya entró Eslovenia) como salida económica y política, un espacio mayor que diluya unas fronteras por las que se libraron tantas batallas. El puente sobre el Drina en Visegrado permanece como símbolo de un pasado que es parte del futuro.
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