Una apuesta por la formación
La financiación de la educación debería figurar en el debe y el haber cuando hablamos de la sostenibilidad del Estado de bienestar. La educación y la formación constituyen uno de los servicios públicos básicos, incuestionables hoy. Nadie niega el derecho a la educación y estamos ya en la exigencia de una educación de calidad para todos y a lo largo de toda la vida. Eso supone, sin duda, un gasto público considerable. Pero, al mismo tiempo, desde que se generalizó aquello de que vivimos en la sociedad del conocimiento, sabemos que sólo unos altos niveles de educación y formación garantizan el mantenimiento del bienestar colectivo futuro, y que sólo un mayor nivel de educación y una disposición a la formación permanente garantizan el futuro personal de los más jóvenes o la adaptabilidad al cambio de los adultos. Por tanto, la educación no es un gasto, es una inversión más importante que muchas infraestructuras.
Estamos ya muy lejos de aquellos procesos que llevaron a generalizar la Educación Primaria y después la Secundaria. Ahora hablamos de otra cosa, de un cambio profundo en lo que deberíamos entender por educación. No es fácil porque desde hace más de un siglo todos tendemos a creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, sobre todo en educación, como si también fuera posible volver a una sociedad que dejó de existir hace mucho. Por razones históricas, España se incorporó tarde a la universalización de la educación y la extensión de la obligatoriedad. Como era tarde, el proceso fue muy rápido y muy exigente con el sistema educativo. Tenemos hoy el mejor sistema de nuestra historia y no deberíamos ahorrar en ese reconocimiento. Que sea el mejor no quiere decir que no sea mejorable.
En el ambiente está la preocupación por el nivel de preparación de los estudiantes españoles, aunque muchas veces se habla de ello después de una lectura interesada de los famosos informes PISA en los que, por cierto, lo que se dice es que estamos en la media, junto a otros muchos países con los que hace pocas décadas no osábamos compararnos. Preocupan también, y con toda razón, las tasas de "fracaso" escolar, es decir, de aquellos que no consiguen obtener su título de educación obligatoria, y las de "abandono temprano", es decir, de aquellos que no continúan su formación más allá de la educación obligatoria. Deberíamos tener más cuidado al interpretar los datos y aventurar sus causas antes de pregonar soluciones, pero constituye un motivo justo de preocupación. Tenemos que preguntarnos por qué una gran masa de jóvenes ha venido huyendo de un sistema educativo al que resulta más fácil expulsarlos que recuperarlos. Tenemos la obligación de actuar para que el sistema educativo acompañe, o mejor dicho preceda y prepare el cambio social. Sin dramatismos, pero con constancia; escuchando a quienes son parte fundamental de él, a los profesores pero también a los estudiantes y a quienes desde fuera, desde la sociedad y el mundo de la empresa y el trabajo, tienen tanto que decir sobre qué debería ser la educación en el siglo XXI; evitando quiebras y vértigos al sistema educativo, pero sin ahorrar propuestas de renovación.
Eso exige recursos, por supuesto. Inversión, que no gasto. Algunos expertos nos dicen que, a partir de un cierto nivel, su incremento no supone mejoras apreciables en los resultados del sistema educativo. Otros han sostenido que no está demostrado que el nivel de educación de un país esté en relación directa con sus niveles de desarrollo y bienestar. Bien está que quienes investigan y discuten sobre estas cuestiones nos mantengan al tanto de sus conclusiones. Las provocaciones siempre ayudan a avanzar. Pero la lógica y el sentido común nos dicen que debemos ratificarnos en el empeño, sobre todo en un país como el nuestro en el que el aprecio social por la educación es cuanto menos reciente y en cualquier caso poco constante. La inversión en educación es la mejor manera en que los Gobiernos, las administraciones públicas y todos los partidos demuestran su apuesta de futuro, por el medio y largo plazo tan desagradecido desde el punto de vista político. Darle prioridad es, además, una advertencia eficaz a los ciudadanos. Hacerlo de manera controlada y con rendición de cuentas es el mejor servicio que puede hacerse al sistema educativo. Hacer de ello una cuestión de debate nacional, que no de discusión política, uno de los mejores favores que podríamos hacernos todos.
Mercedes Cabrera es ex ministra de Educación.
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