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Columna
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Toros en abril

Fui una vez (así que debo de seguir siéndolo en algún mundo posible) un niño católico y un fanático infantil de los toros y todavía, cada día menos, me gusta ver penitentes y corridas por televisión. Es muy seductor el color y el encantamiento de la plaza en tarde de feria, pero ahora la corrida me parece una barbaridad. Me sobrecoge la extraordinaria sensibilidad de los taurófilos para percibir el espíritu sacro y estético de su fiesta, comparable en intensidad a las obras de Beethoven y Shakespeare, según dicen, e inspiradora de artistas y literatos como Goya, Picasso, Alberti o García Lorca, y me deja mudo su imponente insensibilidad para ver que su placer y su emoción exige y depende del sufrimiento de un toro.

¿Qué pasa por el sistema nervioso del animal mientras lo llevan de la oscuridad del corral a la luz de la plaza, le hincan la divisa, lo marean, lo incitan a estrellarse y romperse contra el burladero, lo pican, lo banderillean, lo humillan y, por gusto, lo matan con una combinación de estoque, descabello y puntilla? Las cámaras de Canal Plus parecen querer contestar esa pregunta cuando enfocan en primerísimo plano los ojos de la fiera en la Feria de Abril de Sevilla. Leo en este periódico las crónicas sevillanas de Antonio Lorca. La corrida del viernes fue, según el cronista, un "estrepitoso fracaso" de toreros y ganaderos, entre los que algunos han constituido un "club de criadores de animales enfermizos, noqueados y lisiados", un mundo bochornoso e incomprensible.

"La fiesta sufre un colapso total", diagnostica Antonio Lorca. He visto cómo se ha ido corrompiendo lo taurino conforme crecía la voluntad de reglamentarlo, mejorarlo, racionalizarlo o humanizarlo, retocando las picas, las espadas, los petos de los caballos, el orden y el tiempo de la corrida. El refinamiento de lo primitivo y lo salvaje para disfrutar sin mala conciencia se ha convertido en perversión. Julio Caro Baroja recordaba hace años que el toreo no es lo que fue, ni el toro significa en la vida lo que significaba. El toro antiguo fue "un animal terrible, el toro de las dehesas y soledades de ciertas partes de Castilla y Andalucía la baja" y el antiguo torero debía dominar a un ser natural, bravísimo y terrorífico.

Hoy el toro de lidia es un toro prefabricado, nuevo toro, descastado, flojo, "peluche bonito y bonancible que no molesta y al que hay que cuidar para que no se descomponga", según el especialista Antonio Lorca. Dicen que el toro de lidia se extinguiría si se acabaran las corridas, pero lo que se extinguiría con absoluta certeza es el aparato económico en torno a las corridas. El espectáculo de las matanzas festivas de toros se ha convertido en un absurdo sangriento, pero no defiendo su prohibición. Los toros se hicieron más populares a partir de finales del siglo XVIII, cuando algún gobernante ilustrado quiso prohibirlos, y a lo largo del cerril siglo XIX llegaron a ser marca de casticismo y andalucismo, es decir, de españolismo, hasta hoy. Como Mario Vargas Llosa, fervoroso partidario de los toros, sólo pido que los toros se acaben cuando la gente deje de ir a las plazas.

Yo soy partidario, sin embargo, de que el dinero que recauda el Estado no financie el negocio del espectáculo taurino. El Código Penal castiga a los que maltratan cruelmente a los animales en espectáculos no autorizados, y reconoce así implícitamente el maltrato y la crueldad legales, pensando en los toros, supongo. No pido que la ley desista de amparar la crueldad taurina, sólo que las televisiones públicas no la difundan y exalten, como Canal Sur. Que la exalten y difundan sus apasionados. Así que no espero nada: los toros seguirán subvencionados y propagados gracias al dinero y los medios del Estado. Fanáticos de la fiesta nacional actual son aquí el PSOE y el PP, cada vez más cerca uno de otro, quizá porque sus votantes son más uniformes cada día.

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