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Columna
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Hacer la calle

El Ayuntamiento de Bilbao prepara una disposición, dentro de la ordenanza reguladora del espacio público, que prohíbe la prostitución callejera, la negociación de servicios sexuales retribuidos y su práctica en la vía pública. La norma atiende las quejas de vecinos de Miribilla y Bilbao La Vieja, pero se acompaña de la inevitable polémica. Hay 2.000 prostitutas que trabajan en Euskadi, aunque la mayoría presta sus servicios en clubes de alterne o en pisos. El verdadero problema reside en las cien mujeres (y en sus clientes) que se exponen, negocian y, acaso, practican sexo en plena calle. El problema es ese, la calle, hacer la calle. Nada más.

Sobre la prostitución se repiten actitudes paradójicas. La autoridad civil jugó durante siglos a ignorarla, aunque la moral tradicional la condenara. Ahora no han cambiado las cosas. La autoridad sigue ignorándola y la moral (una nueva moral, desde nuevos principios) la condena exactamente igual. Por eso hay que agradecer que el Ayuntamiento de Bilbao afronte el problema, porque la exposición pública es el verdadero conflicto en este asunto: nada hay que objetar si quienes acuerdan intercambiar sexo por dinero son mayores de edad, lo hacen libremente, están en un espacio privado y no dañan a terceros.

Si se cumplen esas condiciones, empeñarse en condenar la prostitución supone una intromisión en la vida de los demás, y aún peor si esa intromisión se hace bajo principios morales, unos principios que, desde luego, no corresponden ni a la profesional ni a su cliente, sino a un bárbaro censor. La intolerancia ante la prostitución ejercida libremente por mayores de edad y en lugares privados delata una total incomprensión de lo que es una sociedad laica. La laicidad supone garantizar que los poderes públicos no asuman doctrinas o ideologías particulares, que no respalden ideas de una parcialidad religiosa, política o moral. Pero muchos presuntos amantes de la laicidad (los más feroces y, en ciertos periodos de la historia, los más sanguinarios) consideran que la laicidad no consiste en garantizar que el Estado sea neutral ante cualquier doctrina o ideología, sino que lo sea ante doctrinas o ideologías "que a ellos no les gustan". Este matiz (nada sutil, por otra parte) hace de muchos laicistas acabados practicantes del ventajismo moral.

"Todos estamos de acuerdo en que son víctimas", dice de las prostitutas la asociación Askabide. Todos exactamente no. Víctimas serán aquellas que ejerzan esa actividad coaccionadas. En otro caso, su desempeño resulta, desde una perspectiva civil, respetable. Y bajo la dudosa hipótesis de que la policía es eficaz a la hora de protegernos, convendría que también protegiera a las prostitutas cuando desempeñan su muy civilizada actividad frente a clientes que no cumplen lo acordado o frente a individuos que las explotan, robándoles su honrado beneficio.

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