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¿Denunciar o comunicar el riesgo?

Las actitudes de la ciudadanía hacia algunos riesgos en áreas diversas (seguridad aérea, salud, medio ambiente, seguridad informática, seguridad alimentaria, etc.) están influenciadas, al menos, por dos elementos: por un lado, la confianza hacia aquellas instituciones que los gestionan y regulan, y, por otro, por la información que estas instituciones facilitan. Casos como la reciente nube de cenizas volcánicas, la gripe A, el emplazamiento para el almacén de los residuos radiactivos, la seguridad en Internet, o los organismos genéticamente modificados, son muestra de ello.

En este escenario de claras controversias sociales los expertos y los responsables políticos ven frustradas sus expectativas de comunicar los riesgos de una manera eficiente. Para poder superar estas frustraciones y abordar adecuadamente la problemática asociada a la comunicación de riesgos (que si no se resuelve bien desata el fenómeno que se ha dado en llamar alarma social) habría que considerar primero algunas cuestiones relativas a las distintas concepciones del riesgo, a las dificultades para el uso de la terminología científica y, finalmente, a las fuentes, medios y momentos de la comunicación.

Una información eficiente y responsable debe evitar que se desate la alarma social

Sin embargo, existen dos factores muy determinantes entre los diversos elementos de la gobernanza y la comunicación del riesgo en contextos de incertidumbre científica: el papel de los expertos y la eficacia de la comunicación. Gran parte de la tarea de elaboración de conocimiento en gestión del riesgo recae en técnicos que desempeñan un papel crucial en la producción de datos, en la realización de cálculos, en la toma de decisiones y en el diseño de las estrategias de implementación de las políticas de riesgo. Siendo pues que la confianza del público se basa también en el papel de los expertos, éste debe tener, entre otros, el objetivo de describir los márgenes técnicos de la gestión del riesgo. Los técnicos, además, más allá de definir problemas y generar datos, deben estar comprometidos en el proceso de evaluación del riesgo que es, en muchos casos, un proceso incierto e incompleto, que juega además un papel central en las controversias que, a posteriori, se generan en torno a la naturaleza de dichos riesgos. Estas evaluaciones adquieren aún más relevancia cuando, en primer lugar, el estatus de los riesgos -recuérdese el caso de la gripe A- se sitúa en un contexto de incertidumbre y cuando, en segundo lugar, los científicos son los principales responsables de definir el desarrollo tecnológico, y la naturaleza de su cobertura mediática.

Una comunicación eficaz de los riesgos requiere algo más que la simple comprensión de los mismos en su contexto y proceso de evaluación y gestión. Para ello, es necesaria también una transmisión de información pertinente y clara, al público y a otras partes interesadas, mediante el uso de una terminología simple y no ambivalente. Esto es, que no dé lugar a confusiones como las habidas en relación al uso de los términos "pandemia/epidemia", "transgénicos" o "cementerio nuclear", expresiones que son usadas con frecuencia inadecuada o falsamente, cuando no esperpénticamente al asociar -como hace unos días el presidente de Bolivia- calvicie con transgénicos.

Comunicar el riesgo implica también cuestiones de responsabilidad social y de legitimidad política. ¿Qué información debe ser transmitida al público? ¿Qué grado o nivel de certidumbre es esperable y/o deseable antes de comunicar un riesgo? ¿Qué límites gubernamentales son los convenientes en el control y la comunicación de información sobre los riesgos? La evaluación, la gestión y la comunicación del riesgo comprometen, más allá de la simple transmisión de información, una extensa variedad de actores: los científicos, los profesionales de los distintos campos de riesgo, los activistas, los juristas, las agencias reguladoras, los periodistas, etc. Las apuestas económicas de estos agentes, su ideología profesional, su responsabilidad, sus creencias políticas e incluso religiosas, etc., pueden influir en sus percepciones sobre las tecnologías, la interpretación de la evidencia y su visión sobre las mejores formas de comunicar los riesgos. La comunicación no puede ser reactiva a los hechos sucedidos, sino que debe ser proactiva a los fenómenos, siendo además necesaria la intervención e interacción de las partes interesadas, y la comprobación de que dicha comunicación se recibe y se comprende adecuadamente.

En este sentido, el riesgo es una parte del proceso de construcción social. Su análisis, evaluación y gestión son productos de este mismo proceso, y en cierta manera la interpretación. Por tanto, la comunicación de los datos puede ser variable dependiendo del punto de vista. Si admitimos que la subjetividad de la percepción de los hechos sociales no excluye la objetividad científica a la hora de observarlos, y admitiendo también que la ciencia se basa en unos parámetros empíricamente contrastables, entonces deberemos admitir que lo discutible no son los datos sino su interpretación. En este sentido, la comunicación no puede convertirse en el rehén de algunos actores sociales (ya sean políticos, plataformas, o grupos de poder) sino en una práctica responsable de la gobernanza del riesgo: comunicar riesgos no es ni mucho menos denunciarlos y, menos aún, enjuiciarlos como hacen algunos observadores.

Anna Garcia Hom es investigadora del Centre de Recerca en Governança del Risc (UAB).

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