Una posguerra de ladrillo y clasicismo
Luis Moya Blanco, el único revisionista que supo construir con calidad
El catedrático de arquitectura Antón Capitel era un chaval cuando escuchó hablar por primera vez de Luis Moya Blanco. Estaba metiendo baza en una conversación de mayores, entre su padre y el pintor Paulino Vicente. Como acababa de quedar impresionado con la Universidad Laboral de Gijón, obra culmen de Moya, preguntó: "¿Y ese quién es?". "Es un arquitecto muy importante, pero eso no se puede entender ahora", le contestó su padre.
Capitel recuerda la anécdota frente a la iglesia de San Agustín, en la que se casó "adrede", con Moya y su esposa entre los invitados. Para entonces ya eran amigos. Moya fue el protagonista de su tesis, en la que recuperó la figura de quien fue desechado por muchos como un arquitecto del Régimen. "Fue el único revisionista que continuó, con calidad y originalidad, con la tradición clásica tras la guerra; a los demás les quedaba muy forzado, pero él se lo creía y lo sabía hacer", explica Capitel. Para Moya fue una decisión de estilo, no de política. "Rechazaba la modernidad que en España truncó la guerra y por ello fue aislado y tachado de antiguo, hizo falta que pasase una generación para entenderlo", dice Capitel.
Antes de la Guerra Civil, España exploró las vanguardias arquitectónicas, sin embargo, tras el conflicto, el régimen asoció todo lo extranjero y lo moderno con el Mal, y promovió una arquitectura más historicista. "Les vino muy bien un arquitecto que quisiese recuperar la tradición y lo español, esa idea de volver al imperio", explica el arquitecto Luis Moya González, sobrino de Moya Blanco. "Además conocía las artes antiguas y construía muy bien con ladrillo, fundamental en la posguerra, cuando el hormigón y el acero escaseaban".
San Agustín es un buen ejemplo de ello. Su cúpula elíptica, nervada con ladrillos, es extremadamente habilidosa; merece la pena asomarse para contemplar su desnudo comportamiento neorromano. "San Agustín fue un laboratorio", explica Capitel, "el reto de Moya fue hacer una iglesia redonda que no lo es". La planta elíptica encierra una contradicción: Moya quiso hacer una iglesia antigua, redonda, "a la romana, como el Panteón", y al mismo tiempo una nave rectangular, como de basílica, en la que fuese práctico celebrar misa. Del círculo y el rectángulo nació la elipse, una forma más compleja de construir que las anteriores; es decir, que se complicó la vida en busca de "una perfección compleja, retorcida, contradictoria", apunta Capitel.
Luis Moya Blanco fue un hombre cultísimo y un lector empedernido. "Tenía una de las bibliotecas personales de arquitectura más extensas de España", según su sobrino. También leía mucha filosofía, le interesaban el mundo de los sueños, el surrealismo, las religiones, Jung y los mandalas.
"Reivindicar a Moya fue fácil", explica Capitel, "porque, a pesar de todo, era una persona muy amable y muy querida". También un profesor muy admirado. "Cuando te corregía era como ir a psicoanálisis, se limitaba a preguntarte, ¿y usted cómo cree que lo ha hecho?", explica el arquitecto Ricardo Aroca, que fue alumno suyo. "Era un tío muy inteligente, abstracto y abierto, ¿te parece ese el temperamento de un facha?".
Educadísimo, ordenado y serio, "no se andaba con chiquitas", según su sobrino. Y sin embargo, el maestro solía permitirse un "alarde circense" para impresionar a sus alumnos. Frente a la pizarra, con dos tizas, dibujaba la fachada de El Escorial de memoria, desde el centro y con ambas manos al mismo tiempo.
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