Hola don Pepito, hola don José
Las mejores canciones contienen siempre algún accidente. Un hecho azaroso que las transformó de un trabajo esforzado, técnico y elaborado en algo mágico. Elijan la que más les guste, estúdienla a fondo y, si investigan, comprobarán que un borrón, un tropiezo en el estudio y hasta un detalle inesperado las convirtió en especiales. Y lo mismo pasa con las grandes novelas, los inolvidables poemas y hasta con las mejores películas. Un actor que se negó a aceptar el papel, una enfermedad que postró al escritor, la deformación de un suceso real, una exigencia, un mal día. En realidad, si lo inesperado se pudiera esperar, todo el mundo se detendría a aguardar que llegue ese detalle con el que nadie contaba. Pero, claro, como lo inesperado tiene la manía de llegar sin avisar, más vale que cualquier atisbo de inspiración o genialidad te llegue con los deberes hechos.
Por mucho que el Barça juegue de memoria, ningún plan estará completo hasta que asuma el accidente. Y ese es Pedro
No sé mucho de fútbol, pero tengo la impresión de que funciona igual. Por más que la ciencia haya avanzado una barbaridad y ahora los mejores entrenadores manejen estudios y diagramas de una precisión increíble, sólo los mejores de los mejores saben que siempre hay que dejar sitio al accidente, a la aventura, incluso a la improvisación. Quizá el que mejor lo explicó es el cineasta Jean Renoir cuando dijo aquello de que había que ir bien preparado al plató, pero nunca olvidar dejar "una ventana abierta". Lo bonito del fútbol es que uno no puede trabajar con la puerta cerrada. No sólo el campo está abierto, sino que enfrente tienes a 11 tipos tratando de fastidiarte la tarea. Más o menos, vendría a ser algo parecido a los Beatles grabando A Day in the Life mientras los Rolling tocan encima Satisfaction. No se conoce aún un futbolista que en pleno regate se encare con el defensa y le diga: "Harías el favor de dejarme trabajar tranquilo".
En esa especie de cascada de accidentes inesperados, al contrario de lo que pueda parecer, la planificación tiene un valor increíble. Porque ofrece múltiples posibilidades ante lo inesperado. A veces, los entrenadores de fútbol me recuerdan a las azafatas de los aviones, a las que nadie hace ni caso cuando están haciendo la demostración de seguridad, enseñando las puertas de emergencia y el funcionamiento de las mascarillas de oxígeno, pero en caso de llegar el problema todo el mundo reclama: "¿Por dónde había que salir? ¿Dónde leches estaba el chaleco salvavidas? ¿Cómo había que poner las piernas?".
Quizá los dos accidentes más divertidos de la Liga de este año hayan sido el de Guti y el de Pedro. Uno en el Madrid y otro en el Barcelona. Hay muchos. Cada equipo tiene su accidente, seguro. Puede ser la resurrección de Albelda, la titularidad de De Gea o hasta la explosión de Canales o Javi Martínez. Pero el de Guti tiene más gracia porque en una plantilla renovada, en un equipo de la máxima ambición, un jugador veterano, que en verano estaba negociando con Qatar un retiro de lujo y en diciembre purgando un estado de opinión tan cruel como la lapidación, quién nos iba a decir que sería la luz del equipo, capaz de conducir y encontrar los espacios que no fabrica ningún cheque. Esta temporada hemos aprendido que el dinero puede que dé la felicidad, pero da pocos pases de gol.
Y para los que supimos de Pedrito en un campo de césped artificial en el primer amistoso del Barcelona de Guardiola en Tercera División, con una derrota ante el Banyoles, tampoco ha sido fácil prever su progresión hasta el título de empleado del mes. Por mucho que el equipo azulgrana juegue de memoria, y casi siempre la memoria la pone Xavi con su repertorio de rotaciones y pases al hueco, ningún plan perfecto estará completo hasta que asuma el accidente. Y el accidente ha sido ese chico que presiona y abre el campo, que trabaja y define, que pisa la raya de banda y recuerda, a quien lo olvide, cuáles son las dimensiones del tablero.
Mañana, al comienzo del partido, Guardiola y Mourinho se saludarán como viejos conocidos y luego pondrán en marcha la estrategia elaborada. Uno, para crear y gobernar la pelota. Otro, para destruir y gobernar el marcador. Y comenzará ese diálogo inacabable, ese bucle que tan genialmente cantaba Miliki, donde dos personas repiten su saludo de sordos, su manera de entender el fútbol, tan opuesta pero tan fundamental para que este deporte siga siendo un reto. Y el más listo dejará la ventana abierta para el accidente, la genialidad, el destello. Puede que sea una pedrada de Pedro, el nuevo David entre los Goliats, el espontáneo frente al cartel de consagrados. El chico en racha que empieza a convertir lo inesperado en rutinario.
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