Adiós a la oscura inspiración
Desde el cambio de siglo, las señales que emitía no dejaban dudas: a Tim Burton se le estaba acabando la inspiración. Todo cinéfilo había disfrutado del mejor director para contar la vida del peor director del mundo (Ed Wood) o del resucitador de un cine gótico, tanto cómico (Beetlejuice) como sentimental (Eduardo Manostijeras). En este siglo XXI,
Burton ha visto cómo su sensibilidad se mantenía, pero también cómo se le acababa la chispa.
Tal vez por eso empezó a filmar remakes y adaptaciones. Su versión de El planeta de los simios provocó estupor y bufa, lo mismo que el musical Sweeney Todd. Por los pelos se salvaba otro remake, Charlie y la fábrica de chocolate, o Big Fish, una oda a la gente diferente. Pero, ¿dónde estaba el talento de aquel niño solitario que creció dibujando durante horas, viendo pelis clásicas de terror y admirando al actor Vincent Price a las afueras de Los Ángeles? ¿En qué momento desapareció la inspiración de un chaval que con 23 años ya trabajaba en Disney?
Alicia en el País de las Maravillas certifica que va algo mal. A pesar de toda la imaginería y su barroquismo visual, Burton ha perdido su garra, y no exprime con firmeza la rebeldía y la sutileza de los dos libros de Lewis Carroll. Más aún, el cineasta se ha vuelto cobarde y ni siquiera rodó en 3D el filme, sino que lo ha transformado posteriormente gracias a la tecnología informática: por eso, con las gafas que recrean la ilusión de profundidad, Alicia se vuelve aún más oscura que su versión plana, que ya de por sí es un canto a las tinieblas que tanto ama el director.
Hace años, ese mismo Burton se arriesgó al producir Pesadilla antes de Navidad y dirigir La novia cadáver, dos filmes rodados en un farragoso sistema de animación, stop motion. Y ahora ha decidido que el 3D era un lastre en el rodaje.
Los cantos de sirena de la taquilla no han engañado a Burton, que el año que viene volverá a sus orígenes y convertirá en largometraje Frankenweenie, el corto que hizo que sus jefes en Disney le miraran como un bicho raro. Ojalá así resurja la inspiración de un cineasta que recuerda con cariño las tardes de su adolescencia, cuando se quedaba en casa viendo en televisión películas como El cerebro que no quería morir.
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