¿Se paga la corrupción?
Los datos que demuestran la corrupción generalizada en las filas del PP allí donde gobierna o ha gobernado son abrumadores. El hecho de que, por el momento, las encuestas no registren penalización electoral alguna a este partido político, o el que incluso muestren un aumento de sus apoyos en comunidades como la de Valencia, provoca cierta incredulidad y lleva a algunos a preguntarse si los votantes de derechas son menos sensibles que el resto a la corrupción. Se abre paso, así, la tesis de que a la derecha le da igual el comportamiento de sus políticos.
Pero debe recordarse que cosas similares se dijeron de los votantes de izquierda en los años noventa cuando se destapó la corrupción en los Gobiernos de Felipe González. La prensa conservadora se desesperaba por la extrema lentitud del desgaste electoral del PSOE y atribuía los apoyos a este partido al "voto cautivo", a la ignorancia de sus votantes, a la falta de cultura democrática del socialismo, al exceso de intervencionismo estatal, o al poco arraigo del liberalismo político en España. Cualquier cosa, por ofensiva o disparatada que resultara, servía para explicar que el PSOE no se hundiera en las elecciones, tal y como ellos deseaban.
La doble vara del PP es grosera: Roldán probaba la corrupción socialista, lo de Matas es un asunto personal
Los efectos electorales de la corrupción son muy difíciles de detectar, si bien todo el mundo supone que son importantes. Quizá lo fundamental sea que dichos efectos no se materializan inmediatamente: operan más bien como un óxido que va corroyendo poco a poco la confianza en el partido y en sus cuadros. Las razones de estos efectos diferidos son varias. Los votantes, sobre todo los más fieles, necesitan tiempo para estar seguros de que las acusaciones son ciertas. Y se dan un cierto margen para comprobar cuál es la reacción del partido. En ocasiones, dicha reacción puede ser crucial, actuando como catalizador que lleve al perdón o al castigo. Si los votantes observan que el partido da explicaciones y toma medidas contra los corruptos, tal vez su castigo no llegue a aplicarse.
La corrupción tiene consecuencias sobre todo en un plano simbólico y afectivo. Aunque resulte obvio, conviene recordar que la corrupción no es una política, no tiene ideología y no supone, salvo en casos muy extremos, un coste económico desorbitante para el país. Si la gente se siente asqueada por la corrupción es más bien por motivos éticos, relativos al comportamiento de personas en las que se ha depositado una confianza y una responsabilidad importantes. Cuando la confianza queda traicionada, puede surgir un sentimiento de decepción que tenga una traducción política. El votante tal vez deje de identificarse con un partido que se asocia a prácticas abusivas socialmente reprobables, de forma parecida a como algunos consumidores dejan de comprar una determinada marca porque el fabricante explota a sus trabajadores o destruye el medio ambiente.
Sabemos que cuando los ciudadanos consumen, tiene muy en cuenta en qué medida los productos que eligen encajan con la imagen que tienen de sí mismosy que quieren transmitir ante los demás. En la política democrática hay también un componente de esta naturaleza. Cada partido está asociado con unas características determinadas que activan apoyos distintos en los diferentes grupos sociales. Por eso, es lógico que ninguno quiera aparecer como el partido de la corrupción, la mentira y el abuso de poder.
Si la campaña tremenda contra Felipe González en los noventa tuvo éxito fue porque consiguió que muchos votantes pudieran sentirse avergonzados de reconocer públicamente su apoyo al PSOE. La idea de que los socialistas eran unos corruptos caló hondo en la sociedad. A base de insistir con centenares de artículos, titulares, columnas, tertulias, etcétera, mucha gente acabó identificando a los socialistas con el abuso de poder. Incluso hubo intelectuales que elaboraron teorías curiosísimas al respecto, atribuyendo la corrupción a la educación sentimental de los cuadros del PSOE o a su querencia por el adosado, símbolo del éxito en aquella época, para concluir que lo que se dilucidaba en los comicios de 1993 y 1996 era si España elegía la política clientelar y estatista de los socialistas, o el espíritu liberal y la iniciativa de la sociedad civil representados por el PP.
La estrategia que están siguiendo ahora el PP y la prensa de derechas es transparente. Para evitar el castigo de los votantes, se busca desactivar cualquier posibilidad de asociación sistemática entre corrupción y Partido Popular. El objetivo consiste en que no se reproduzca el clima de los noventa (sólo que ahora con el PP en el centro del huracán). Para ello, se ensayan múltiples fórmulas.
Primero, insistir en que se trata de casos aislados, a pesar de que todos ellos estén conectados con la trama gigantesca urdida por Correa y muchos dirigentes del PP. La doble vara de medir resulta grosera: por ejemplo, mientras que Roldán no era sino el reflejo de la época socialista, el escándalo de Matas, ministro del Gobierno de Aznar, presidente de una comunidad autónoma, amigo de Rajoy y ejemplo para el PP durante muchos años, es sólo una anécdota.
Segundo, derivar las acusaciones hacia delitos que tengan una mayor aceptabilidad social. Aunque parezca increíble, el PP no tiene reparos en admitir que sus dirigentes engañaban al fisco o utilizaban dinero negro sin escrúpulos. Lo que niegan es que esas prácticas formaran parte de la corrupción y de la financiación ilegal del partido. Puesto que el fraude fiscal no está tan mal visto como la corrupción, admiten el primero pero no el segundo. Resulta descorazonador que un partido político utilice el delito fiscal como atenuante, pero a esto hemos llegado.
Tercero, establecer comparaciones especiosas con el pasado: "Gürtel no es Filesa, Filesa era mucho peor". Quizá esta es la línea de defensa más ridícula de todas. Hay más imputados en el caso Gürtel, hay más dinero en juego, el ya por fin ex tesorero del PP (pero, increíblemente, todavía senador) está en el centro de todas las operaciones y se trata de financiación irregular.
Fundescam en Madrid es un caso de libro de financiación irregular, como lo es también el de Valencia. En Madrid, un grupo de empresarios, incluido el actual presidente de la CEOE, hacía donaciones a una fundación fantasma a cambio de contratos. El dinero de esa fundación se destinaba luego a gastos de campaña a favor de Esperanza Aguirre. En Valencia, un grupo de empresarios organizaba actos del PP que no pasaban por la contabilidad del partido, consiguiendo en contraprestación contratos millonarios de la Administración de Francisco Camps. Y lo que es peor: a diferencia de Filesa, en el caso Gürtel se pagaba a las empresas con dinero público, con los impuestos de los ciudadanos.
Cuarto, insinuar, en contradicción con todo lo anterior, que sí hay corrupción, pero que está tan extendida que no hay motivo para la sorpresa o el escándalo. Se trata del "todos los políticos son iguales", "la política es un asco" y otras fórmulas destinadas a prevenir el castigo electoral al PP, aun a costa de dañar gravemente al sistema democrático en su conjunto.
Dados los apoyos mediáticos y judiciales del PP, así como la falta de garra del PSOE en este terreno, puede que estas estrategias acaben teniendo éxito y que la corrupción de la derecha sea disculpada por sus votantes. Lo que no podrá seguir sosteniendo el PP sin grave quiebra de su credibilidad es que representa las ideas liberales. Ni la red de privilegios y chanchullos de la trama Gürtel, ni la reacción de Mariano Rajoy y los suyos ante tal trama, tienen nada que ver con el liberalismo. Más bien, parece la reedición de la peor tradición carpetovetónica de nuestra derecha.
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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