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Columna
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Cuando las palabras pierden su significado

Fernando Vallespín

Un observador que se asome a nuestro país para buscar algo más que los síntomas de la crisis económica, se tropezará con una sociedad en plena ebullición política, crispada, y sujeta a una polarización creciente. Si pregunta aquí o allá, lo más seguro es que acabe por no entender nada. La realidad cobrará un color u otro dependiendo del interlocutor, como si cada uno se refiriera a hechos o situaciones diferentes. Esta misma impresión se irá afirmando en nuestro visitante si se toma la molestia de consumir diferentes medios de comunicación, escuchar tertulias, y hablar con políticos de distinto signo político. Verá así que, según con quien hable, el juez Garzón puede ser un héroe o un villano; que el caso Gürtel es un escándalo de corrupción mayúsculo que afecta al PP, o, por el contrario, una desgracia provocada en este partido por parte de un grupo de desalmados que se han aprovechado de él, y que fue denunciado y exagerado gracias a las malas artes de un sector de la policía; que el Estatut debe ser aprobado sin tocar una coma, o podado considerablemente. Percibirá, en suma, que no hay tema de la vida pública sobre el que no se enciendan los ánimos a partir de visiones radicalmente contrapuestas.

El lenguaje, en política, no sólo refleja la realidad, sino que esta es en gran parte construida por aquel

Para su sorpresa se encontrará también con que ninguna de las actuales cuestiones disputadas compete ya a la clase política o a la ciudadanía, sino que deberán ser resueltas por los jueces. Es posible que esto lo anime, al menos cabría esperar una decisión "técnica" que solventara estos conflictos. Pero no, enseguida será advertido por unos y otros de que los jueces en España son fungibles y sentencian según sus preferencias ideológicas, o guiados por sus simpatías y animadversiones. Después de cada sentencia cabrá esperar, por tanto, una nueva crispación, una rasgadura pública de vestiduras por parte de los perdedores de cada caso, una vuelta a empezar. No hay esperanza, pues, de que la "verdad judicial" ponga fin a la guerra por definir la realidad.

Aquello que nuestro observador probablemente eche más en falta son los análisis desapasionados, la aportación de matices enriquecedores, el intento por acceder a una realidad que no sea una mera construcción racionalizadora de los intereses de las distintas partes en conflicto. Como es culto, sabe bien que el lenguaje, sobre todo en política, no cumple sólo la función de reflejar la realidad, sino que ésta es en gran parte construida por aquél. No ignora tampoco que un rasgo característico de la democracia es la permanente disputa por definir los términos de lo existente en clave partidista; que las diferentes lecturas de lo real son la garantía última de una sociedad libre y plural. Pero es bien consciente también de que sólo podemos acceder a un mundo común, a una comunidad, si compartimos el mismo lenguaje, si hay verdadera "comunicación". Y que la comunicación sólo es posible si no distorsionamos el espacio público con significados marcados por el sectarismo, el cinismo y la hipocresía. Si el horizonte último de la comunicación es el entendimiento, el debate público no puede nutrirse sólo de la ocultación o la disputa permanente.

Probablemente recuerde a Tucídides y su análisis de la revolución en Corcira. Al reflexionar sobre los motivos de la revuelta, el viejo historiador griego ponía el énfasis en la conexión entre confusión conceptual y caos político. "Cuando las palabras pierden su significado habitual" -afirma Tucídides-, cuando se distorsionan para obligarlas a decir lo que interesa a cada uno de los contendientes en el espacio público, desaparece ya el fundamento sobre el que construir un mundo común conocido y sustentar la convivencia.

Desde luego, y a pesar de la polarización que aquí observa, nuestro amigo detecta una deriva preocupante, aunque no dramática. Añora, eso sí, la presencia de discursos más conciliadores y menos orientados a la confrontación, que no sólo se busque insultar al adversario, ridiculizarlo y descalificarlo; y, sobre todo, actitudes dirigidas a preservar con cuidado las instituciones y la promoción de consensos. No es bueno que en un sistema democrático los jueces resuelvan cuestiones de calado político, pero tampoco que las decisiones judiciales sean objeto de sospecha política permanente. El imprescindible horizonte del entendimiento debe ser siempre el no cuestionamiento de las reglas comunes.

No podrá evitar preguntarse, en fin, por qué es tan difícil todavía discutir sobre el pasado en España. ¿Por qué cada vez que se intenta vuelve a abrirse la herida como si realidad nunca hubiera cicatrizado?

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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