No ser diferentes
Coincidieron hace unos días, en el espacio de estas páginas, por un lado la noticia de la publicación de Vidas rotas, el libro de Rogelio Alonso, Marcos García Reyes y Florencio Domínguez que reconstruye la historia de las víctimas mortales de ETA. Por otro, la crónica del Aberri Eguna 2010, en la que se recogían algunos fragmentos del discurso que durante esa conmemoración pronunció Iñigo Urkullu, y de los que voy a retener estas palabras, entiendo que referidas al PSE y al PP: "El problema que tienen es que Euskadi sigue siendo Euskadi y la sociedad vasca sigue siendo diferente".
Se trata de una de esas frases destinadas a quienes son, somos, capaces de entender en implícitos, porque explícita desde luego no es. No aclara el señor Urkullu en qué podía haberse convertido Euskadi si hubiera dejado de serlo, o en qué consiste esa diferencia que nos atribuye y que a él, dado el tono asertivo de su afirmación, parece complacerle. Supongo, en cualquier caso, que el líder nacionalista está aludiendo al alma y no al cuerpo, a la esencia y no a la experiencia de lo vasco. Es lo habitual; el nacionalismo suele preferir localizar sus argumentos en la teoría antes que en la práctica de nuestra mismidad, en los conceptos antes que en los hechos. Llevar el debate político a ese terreno le ha resultado muy rentable, dado que lo intangible suele conseguir, con mucha más facilidad que lo concreto, escurrirse de evaluaciones o críticas. Y parece que van a persistir en esa estrategia, seguir practicando el género fantástico incluso en estos momentos en que la crisis exige de la política el más alto realismo.
En cuanto al hecho diferencial, no sé cómo se aprecia desde el alma o la esencia de lo vasco. Desde la realidad social, desde la estricta experiencia ciudadana, sí que se ven diferencias entre nuestro país y los de un entorno de referencia. La primera y fundamental se representa en el terrible argumento de Vidas rotas. El terrorismo de ETA aún sobre nosotros, contra nosotros, aún destruyendo y condicionando vidas, aún obstaculizando proyectos personales y sociales; aún manteniéndonos anclados in situ, a distancia de debates más exigida e imaginativamente contemporáneos. En eso seguimos siendo aquí diferentes, y estoy segura de que nos gustaría dejar de serlo ahora mismo a la inmensa mayoría de los vascos.
Pero nuestra práctica política presenta otras "singularidades" -también renunciables desde ya- que nos distinguen de nuestro entorno. Y no es la menos significativa la constancia con que el nacionalismo trata de sembrar discordia o descrédito en las instituciones o en los procedimientos democráticos sobre los que no tiene el protagonismo o la exclusiva. Ganarían todo nuestro país y nuestra vida política no siendo en eso diferentes, asimilándose con naturalidad a las democracias más homologadas; volviéndose, en ese sentido y en ese respeto de las reglas del juego, sencilla y felizmente del montón.
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