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Columna
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Caballos en Perdices

Al borde del medio siglo pasado se multiplicaban en Madrid las oportunidades de diversión, como si hubiera ansia urgente de olvidar no años sino siglos de miseria. En la Gran Vía, cuyo centenario ahora celebramos, hubo 17 cines, algunos con alternativas de teatro, como el Fontalba, vecino inmediato de la Telefónica, cuya fachada apenas ha cambiado y hay quien se pregunta a qué viene la enorme arcada que es hoy el pórtico de unos modernos almacenes. Fue el escenario de los últimos triunfos de Rafael Rivelles y antes de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, sangre azul sobre las tablas.

Además de las artes de Talía sobrevivían otras diversiones hoy desaparecidas que tuvieron limitado arraigo. Una era la afición a las carreras de caballos, deporte de élite, que nunca llegó a ser popular, pues se basa, en el aliciente de las apuestas, algo que va ligado al conocimiento de los cuadrúpedos veloces, los purasangre, los campeones, las sorpresas. En Madrid donde más lejos llegaba el recuerdo era a los simones y su agónica lucha contra los taxis de motor, el burro del trapero, o los carros de los gitanos, pero el caballo había dejado de existir.

El Hipódromo de la Zarzuela celebró carreras con un solo caballo, que además quedó segundo

Mi memoria alcanza al Hipódromo de la Castellana, donde no tuve ocasión de entrar, pero sí de comentar las hazañas de los grandes velocistas, la epopeya de Atlántida, una yegua campeona del conde de la Cimera y los triunfos de aquellos hombres pequeñitos y conocidos, los yóquis Victoriano Jiménez o Carlos Díez. Hablábamos de aquello como se conversa hoy de los restaurantes de Arzak, Adrià o Berasategui, donde la mayoría de los ciudadanos no pondrá jamás los pies.

Deporte aristocrático, el Rey tenía su cuadra y sus colores, que creo se llamaban por el título con que viajaba de incógnito: Duque de Toledo. Luego, según mi memoria, los nobles con más cartel en las pistas eran el conde de Villapadierna y el marqués de la Florida, un canario a quien traté con cierta asiduidad en los últimos años de su vida; recordaba con tierna nostalgia a su favorito, Roque Nublo. Esto ya ocurría en el nuevo Hipódromo, pues el de la Castellana se clausuró para posibilitar su continuación como avenida, en 1933, en plena República, donde el Gotha tenía poco papel.

Se reabre el año 1943 junto a la cuesta de las Perdices, nuevas instalaciones como Hipódromo de la Zarzuela y ese si lo frecuenté, hasta que se hizo incompatible el horario de las carreras con mi inveterada costumbre de dormir la siesta. Un mundo cerrado, con entrada para el público muy restringida y un espacio para la plebe, al otro lado de la pista de salida. Conocía a muchos de los propietarios, antiguos y nuevos, como el argentino Jorge Antonio, libanés de origen, sospechoso de haber introducido el doping, aunque no se le hubiera podido demostrar; el constructor de empuje, Ramón Belmonte y mis amigos, Arturo Fierro y Antonio Blasco, que dedicaban algo de sus esfuerzos empresariales a esa noble actividad. Sólo conocí, por haberla visitado con frecuencia, su quinta, La Venta de la Rubia, donde se cuidaba a los bellos y lustrosos animales con el mimo que requieren de sus amos La Zarzuela ha estado cerrado varios años y volvió, aunque nunca calará entre los madrileños. Sobrevive por los karaokes nocturnos y otros festejos.

Yo entraba en el recinto exclusivo gracias al amparo de un amigo policía de la Brigada Criminal, contratado o cedido para custodiar la recaudación. Así tenía acceso al paddock y escuchaba alguna confidencia. Si me dejaba llevar por mi perspicacia perdía sin remisión.

Que no había calado lo demuestra la pobreza en el número de participantes; se llegó a celebrar la carrera con un solo caballo que, además, llegó el segundo, pues corría contra el reloj y no dio la talla. Aquel recinto era un hermoso lugar, pero sin las posibilidades de un circuito inglés, ni francés ni la tradición sajona en Estados Unidos y sus repercusiones en México, Argentina, Uruguay o el mismo Tokio. Todo basado en los millones de aficionados que seguían el rastro genético de los jumentos y conocían el intríngulis. Nadie se ha alzado contra las carreras de caballos, animales tratados con reverencia y amor, mientras son capaces de tomar la salida. Nosotros nos confinamos en los toros y me declaro taurófilo, con un matiz: lo que menos me gusta es el ambiente, el calor, las escaleras, las gradas de piedra con la espalda sin apoyo y las tonterías que a veces se oyen.

Los madrileños se divertían "de oídas".

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