Una tragedia europea
El filósofo y periodista francés Raymond Aron reprochaba a Valéry Giscard d'Estaing, presidente al que había apoyado en las elecciones, su falta de sentido trágico. Tenía razón entonces y la tiene más todavía ahora cuando el anciano presidente anda publicando novelitas rosas en las que fantasea sobre los amores entre un primer mandatario francés y una joven princesa británica. No es este su mayor pecado de frivolidad. El fracaso de la grandilocuente Constitución europea, cuya redacción organizó desde la presidencia de la rimbombante Convención, se debió en buena parte a sus sueños de grandeza. Tampoco hay que dejar caer en el olvido que Giscard retrasó cuanto pudo el ingreso de España en lo que entonces eran las Comunidades Europeas, y fue, en cambio, un abogado entusiasta del ingreso de Grecia, país al que los ensueños de aquel europeísmo un tanto fantasioso atribuía el pedigrí del europeísmo, que pudo incorporarse cinco años antes. A eso se le llama visión histórica.
El accidente de Smolensk nos advierte sobre lo que nos aguarda en las esquinas inesperadas de la historia
No todo es vodevil y frivolidad en Giscard. Gracias a su buena colaboración con Helmut Schmidt, Europa se dotó de un sistema monetario europeo que fue el primer mecanismo premonitorio del euro. También se debe a su voluntarismo la energía desplegada en cumbres mundiales y europeas. Ambos inventos, el euro y el sistema de cumbres, se hallan ahora mismo en revisión. El primero por la crisis de las finanzas públicas griegas y el segundo, porque el mundo multipolar necesita renovar sus viejas instituciones. En todas estas actividades hay que añadir rápidamente que su socio, el canciller alemán Helmut Schmidt, sí tiene sentido trágico (y basta para comprobarlo una lectura de su magnífica obra autobiográfica Fuera de servicio -editorial Icaria-, sobre todo en relación con el terrorismo). Quizá la combinación fue lo que proporcionó fiabilidad y solidez a aquel momento fundacional europeo.
La evocación de Giscard es pertinente estos días, y no precisamente por su lamentable novelita, sino por la solidez argumental de un paralelismo que acaba de establecer el editorialista del diario Le Monde, Bertrand Le Gendre, en un artículo titulado Cómo la crisis económica ha 'giscardizado' a Nicolas Sarkozy (7 de abril de 2010). En la juventud, el carácter vanidoso y narcisista, la incapacidad para calibrar el alcance de la crisis, los fracasos reformistas, las dificultades para mantener unida a la derecha y el aislamiento de ambos hay más que algún punto en común. Le Gendre considera que los contemporáneos de Giscard fueron más severos que los historiadores, a cuenta sobre todo de la ley del aborto, la mayoría de edad a los 18 años y la despenalización del adulterio. Veremos si el resultado de Sarkozy en 2012 le impide repetir mandato, como le sucedió a Giscard en 1980 frente a François Mitterrand. Sólo le faltaba al actual inquilino del Elíseo que el último vodevil sobre el rumor de su separación se haya convertido en asunto de Estado, con movilización de los servicios secretos para localizar el origen del cotilleo, acompañada como ya ha sucedido otras veces de represalias de sus amigos patronos de prensa contra los periodistas rebeldes.
Llevaba razón Aron sobre los políticos contemporáneos: les falta sentido trágico. En Italia, bufones salidos de la Commedia dell'Arte. En Francia, personajes frenéticos abriendo y cerrando puertas y armarios de habitaciones conyugales. En España, pícaros codiciosos y chistosos pero sin gracia alguna. Encarando el ideal de una inmensa y laxa confederación helvética continental, rica, conservadora y xenófoba, donde nada se mueve ni decide, que vuelca sus pasiones locales y nacionales y su mayor sentido de la historia en los encuentros de fútbol del siglo que se celebran con rutinaria frecuencia como mínimo tres o cuatro veces al año. Hace falta un golpe cruel del azar como el accidente de Smolensk, para que, de pronto, nuestra visión feliz quede ensombrecida. Nos recuerda las tragedias europeas que nos han precedido y que querían conjurar las víctimas del accidente y nos advierte de que la tragedia siempre se halla agazapada en cualquier esquina de la historia, como bien saben los polacos y olvidamos con excesiva frecuencia los otros europeos.
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