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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Regeneradores de la política

Ha sido muy curiosa la inmediata reacción de los dirigentes del Partido Popular ante el levantamiento del secreto del sumario del caso llamado Gürtel. Sin tiempo material para leer ni siquiera una décima parte de sus miles de folios, ya tenían la respuesta a punto: no hay nada nuevo, dijo la secretaria Cospedal; no hay nada nuevo, retumbó como un eco la potente voz de la alcaldesa Barberá. Y entre secretaria general, alcaldesa y demás voces del coro, la palabra del líder, reservada sólo a los muy íntimos, apenas pudo percibirse: el presidente del partido y candidato a la presidencia del Gobierno, no sabe, no contesta. Rajoy, en verdad, nunca sabe, nunca contesta.

Sobre todo, cuando se trata de corrupción, que es, según la definió su predecesor en el cargo al presentarse disfrazado de regenerador de la política, "el daño más grave que se puede provocar a la democracia". Lo es, ciertamente, y para percibir lo irreparable de ese daño, estos dirigentes que dicen que no hay nada nuevo en el sumario debían ser condenados o, puesto que todos presumen de muy buenos católicos, imponerse la penitencia de leer de cabo a rabo los 50.000 folios y escuchar diez veces seguidas las declaraciones de los imputados y las edificantes conversaciones que políticos de su partido y sus señoras esposas mantuvieron con los presuntos delincuentes sobre los regalos que les habían dejado en casa de Pérez los reyes magos de oriente. No es posible cumplir esa penitencia sin sentir que, como seguramente repitió Aznar a Correa en un aparte en El Escorial, la corrupción es el daño más grave, etc., etc.

Porque esas conversaciones en que aparecen políticos en ejercicio y sus respectivas consortes, esas alusiones a lo bonito que es lo nuestro, a lo mucho que se han pasado, metiendo por medio a las niñas, que esperan con ansia abrir las cajitas, extienden por la ciudadanía un sentimiento, no ya de asco y repugnancia ante tanta ordinariez, sino de desmoralización y pesadumbre ante la secular cuestión a la que una y otra vez nos vemos obligados a volver en España: ¿será verdad que nuestras instituciones están en manos de esta clase de gente? ¿Es ésta que aparece en el sumario la clase política que ha crecido entre nosotros durante las últimas décadas? ¿Ninguno de estos personajes a los que correspondió un regalo, para ellos, sus señoras y sus hijas, ha tenido no ya la decencia pero ni siquiera el pudor o el gusto de devolverlo a su remitente recordándole que se había confundido de destinatario?

La desmoralización es el primer paso hacia el cinismo y es claro que los dirigentes del PP, al responder con un corte de mangas a quienes preguntan por los sumarios, confían en que ese tránsito sea rápido de modo que no afecte a sus expectativas electorales: un cínico acaba por avenirse a todo lo que le echen, especialmente si se llama Camps. Pero si en lugar de una respuesta cínica hubieran de toparse con una protesta airada, con gente cabreada por el destino final de una buena porción de dinero público, tal vez su reacción ante la avalancha de basura que se les ha venido encima sería de otro tenor. Pero no, ahí tenemos al impertérrito jefe y a todo su séquito en el papel de numantinos defensores de la presunción de inocencia cuando no denunciando al Estado policial que persigue a ciudadanos sin tacha.

Pues bien, es hora de no dejarse llevar por la desmoralización y de dar rienda suelta al cabreo. Porque para que todas estas conversaciones hayan podido ocurrir ha sido necesario ir desmontando previamente el funcionamiento de las instituciones que son la conquista y la garantía de un Estado de derecho. No se actúa como han actuado los dirigentes del PP en Baleares, en Valencia, en Madrid sin sentirse inmunes e impunes, al abrigo de cualquier tipo de control. Ese sentimiento de impunidad en el trasiego de dinero, en la adquisición o aceptación de joyas, en la compra por sí o por testaferros de pisos fantásticos o palacios de ensueño, no puede producirse si antes no se ha procedido a la destrucción de los procedimientos de asignación de obras, de organización de eventos, de control de gasto, y sin convertir al Tribunal de Cuentas en un cementerio de elefantes.

Y esta destrucción del Estado es lo que descalifica a todos estos sedicentes regeneradores de la política para seguir ocupando cargos públicos. Y esto es lo que debía suscitar en quienes los han elegido un clamor de protesta porque en efecto el daño es profundo y afecta a los fundamentos mismos de nuestra democracia.

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