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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Mucho vicio

Elvira Lindo

Mi adorado Georges Simenon, ese escritor que me ha dado tantas horas de felicidad perezosa, aseguraba que se había acostado con unas treinta mil mujeres. La primera esposa del novelista, con la que consiguió mantener a lo largo de los años una milagrosa buena relación, comentó sobre el asunto: "¡Ja, ya serían menos!". Es lógico pensar también que exageraba porque, aunque se sabe que el gran Simenon fue un hombre compulsivo tanto para escribir como para el sexo, no parece que quepan en una sola vida tantas novelas y tantas mujeres. A no ser, claro, que un día simenoniano obedeciera a una agenda como la que paso a relatar: se levantaba a las cinco de la mañana, echaba un polvo con su mujer; tras ducha y desayuno frugal se sentaba a su mesa de estudio dos horas; salía a la calle, buscaba una prostituta (hubo muchas en su vida) y echaba otro polvo; con las piernas aún laxas por el esfuerzo volvía a casa; comía sano y ligero; echaba una siesta de unos diez minutos, lo suficiente para que el cerebro se le enfriara, luego, se daba un paseíllo y sintiéndose energético tras el descanso buscaba otra prostituta; regresaba a su mesa de trabajo, escribía tres horas, rápido, sin dudar, yendo directo al argumento y pasando de adjetivos superfluos; tras el tiempo de escritura, le echaba otro polvo a su mujer para evitar la culpa de sus infidelidades; salía después, con la conciencia tranquila, a estirar las piernas, no sin antes tirarse a la portera del edificio; se sentaba en un café y aprovechaba para tomar algunos apuntes para la novela que empezaría según hubiera terminado la que le esperaba en la máquina del escritorio; con el estómago calentito se iría al teatro a ver a Josephine Baker, que le tenía loquito, lógico es imaginar que, en aquellos años veinte, de felicitar a una cabaretera a perpetrar un coito en el camerino había un trecho cortísimo; volvía a casa un poco apiplado por las calles del París acordeónico, imaginando una aventura de su viejo comisario Maigret y en estas, lo que es la vida, le saldría al paso una vieja prostituta a la que se sentiría obligado a echar otro polvo más por caballerosidad que por verdadero deseo; llegaría a casa a las tantas, y en vez de darle explicaciones a Tigy, la bella esposa que años más tarde diría aquello de, "¡Ja, ya serían menos!", el torrencial escritor pensaría que no hay mejor excusa para el marido que vuelve a casa como en el chiste (borracho, a las tantas y oliendo a puta) que darle a su legítima un poco de amor conyugal. Sólo de imaginar semejante jornada he acabado exhausta, pero, ¿por qué dudar de un individuo que le entregó a la historia de la literatura más de veinticinco mil páginas? No hay novela de Simenon que no me guste, por una causa o por otra todas me resultan perspicaces, sórdidas y humanas a la vez. De lo cual, deduzco que aunque el hombre se entregara a la tarea de cumplir una media de ocho coitos al día no lo haría mal del todo. Yo a Simenon le imagino unos coitos rápidos pero vocacionales, como su literatura. Su vida sexual tiene también un lado triste, tenebroso, ya que su hija, a la que tanto quería, padecía de una enfermedad mental que la llevó al suicidio, no sin antes intentar (sin éxito, claro) acostarse con el gran donjuán que había sido su padre. Tal vez porque estemos hablando de otros tiempos en los que los comportamientos de los seres humanos estaban menos categorizados, a nadie se le hubiera ocurrido pensar entonces que Simenon sufría algún tipo de patología y nadie hubiera excusado sus aficiones puteras por ser el síntoma de una incontenible dependencia enfermiza. Quién de nosotros no ha conocido a alguien a quien le gustara acostarse con cualquiera, en cualquier sitio y que tuviera un cuerpo capaz de responderle a cualquier estímulo. Hay mujeres a las que no nos impresionan los donjuanes, pero eso no me lleva a ninguna conclusión ni moral ni fisiológica. Que lo disfruten. Puedo imaginar que en algunos casos promiscuidad y patología andan de la mano, pero la tendencia creciente con que algunas estrellas americanas se quitan de encima la culpa de la infidelidad aduciendo algún tipo de trastorno es ya sainetesca. El primero en buscar la redención espiritual fue Clinton, que anduvo visitando a un párroco para que lo recondujera y ser perdonado por el pueblo americano. Pero la búsqueda del perdón divino se ha quedado obsoleta, lo que ahora se lleva es internarse en un hospital. Lo hizo Michael Douglas, lo acaba de hacer el golfista Tiger Woods y en esas está el marido de Sandra Bullock. Tiger Woods tenía diez amantes y confiesa estar luchando contra la adicción al sexo. Francamente, en el mundo de las actuales celebridades se ha leído muy poca literatura: Simenon puso el listón muy alto como para pensar que Woods necesita medicación. El marido de la Bullock también lucha por curarse. El hombre ponía anuncios en la red reclamando "tías buenas, tatuadas, moteras y con buenas tetas". Hace tan sólo una década a eso se le hubiera llamado tener mucho vicio. Un diagnóstico simplón pero certero. Yo misma me siento capaz de hacérselo a algunos sin necesidad de internamiento en un hospital y sin cobrarles un duro. Y en la receta médica les escribiría: "A lo hecho, pecho".

A Georges Simenon le imagino unos coitos rápidos pero vocacionales, como su literatura
La tendencia con que algunos famosos disculpan su infidelidad aduciendo algún trastorno es sainetesca

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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