Por una feria con 'Smörgåsbord'
Ya estamos inmersos de nuevo en el trimestre-vorágine de la industria del libro, con sus protagonistas dispuestos a echar el resto en aras del negocio. Además de los consabidos premios literarios estacionales, Sant Jordi, las noches de los libros y la catarata de ferias primaverales se encargarán de comprobar la realidad de los brotes verdes. Claro que, sin considerarme exactamente un manriqueño partidario de que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", debo reconocer que, aunque muchas cosas han cambiado desde la época del predominio indiscutido del libro de papel, otras siguen más o menos lo mismo. Como la Feria del Libro de Madrid, que celebrará su 69ª edición (una cifra emblemática del erotismo) con una muestra del tradicional toque surrealista de sus organizadores: en el año del bicentenario de las independencias hispanoamericanas la literatura invitada es, precisamente, la escandinava. Las razones del desbrujulamiento no pueden estar más claras: "En la feria del año pasado se asistió a una importante venta de libros escritos por autores nórdicos". ¡Bingo! Lástima que el señor Larsson no pueda asistir al vistoso homenaje que, sin duda, le dispensarían los agradecidos libreros. Lo que todavía ignoran mis topos es si los (carísimos) bares de la feria ofrecerán Smörgåsbord convenientemente regado con snaps de aquavit. De ser así, espero que don Rogelio Blanco, que está a punto de sobrevivir a su primer sexenio -y a tres ministros- al frente de la Dirección General del Libro, pronuncie el brindis inaugural en sueco antiguo, mientras a su alrededor tiene lugar la actuación de un conjunto de enloquecidas cheerleaders sucintamente ataviadas con el uniforme del Observatorio de la Lectura, la más fantasmal de todas las instituciones de esta nación de naciones (transferidas). Por lo demás y, según las normas reglamentarias, a la hora del reparto de casetas los editores continúan siendo el último mono. Mis informadores me dicen que se ha reanudado la diplomacia secreta para prevenir rifirrafes, pero cada uno me cuenta la feria según le va en ella. En cuanto a las cifras de ventas y asistencia, este año, si nadie lo remedia, continuarán formando parte de los arcanos feriales. Como contrapartida a la previsible (y obscena) ausencia de datos fiables, propongo que por cada venta realizada la caseta respectiva lance un cohete, a ver si el estrépito se parece al de la tamborrada de Calanda o, más bien, al débil repiqueteo de las últimas palomitas del paquete que se cocina en el microondas. Entre otras actividades recreativo-culturales que podrían proponerse (además del emotivo encuentro de los autores con su público "objetivo") me atrevo a sugerir un pimpampum para derribar libros electrónicos, un tiovivo con carricoches de grandes grupos (el elefante debería llevar el logo de Planeta), un desfile de carrozas ocupadas por las autoridades del sector (ataviadas con los trajes típicos de cada autonomía), y una vertiginosa montaña rusa para uso exclusivo de pequeños editores.
Totenilsen
Como el aciago protagonista de Continuidad de los parques, de Julio Cortázar, uno de los mejores cuentos hispánicos de la segunda mitad del siglo XX (menos de 600 palabras, por cierto), me encantaría entregarme a la lectura, arrellanado en mi sillón de orejas, "en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles". Vano deseo: mi personal Ebitda (ingresos antes de intereses financieros, impuestos, depreciaciones y amortizaciones) no me permite (todavía) disponer de la mansión adecuada. Y, aunque la tuviera, la cantidad de novedades me impediría probablemente la vista del parque, de manera que debo conformarme con la de los ahumados geranios de mi ventana. Además, ahora todo son prisas y demasiados libros. A veces me imagino (música de Rachmaninov, por favor) como un doble irrisorio del Caronte de la Isla de los muertos, el magnífico cuadro (en cinco versiones) de Arnold Böcklin, transportando a mi Totenilsen privada no un ataúd, sino una pila de buenos libros que quisiera leer o releer con calma antes de que, etcétera. Prefiero no mostrarme excesivamente cenizo, pero parafraseando al viejo oportunista Talleyrand, podría asegurar que quien no ha conocido la vida anterior a los 80.000 títulos anuales, no sabe lo que era la dulzura de comentar libros sin agobios. Sobre todo si, a veces, como le ocurría a Hamlet, uno se ve obligado a ser cruel para ser bueno, lo que contribuye a crearme problemas (en este oficio se pierden amigos). Esta semana me he entretenido leyendo Bibliotecas llenas de fantasmas (Anagrama), de Jacques Bonnet, un conspicuo miembro de la cofradía de poseedores de bibliotecas de más de 10.000 volúmenes. Bonnet, que se gana la vida (y la biblioteca) traduciendo, pasa revista con gracia y erudición a los gozos, sufrimientos y problemas logísticos de sus colegas. Y eso que está muy lejos de los 600.000 volúmenes del bibliómano posrevolucionario Henri Boulard (1754-1825), que tuvo que adquirir varios inmuebles (expropiados) para albergarlos, o de los 300.000 que se atribuyen al modisto Karl Lagerfeld, que los tiene distribuidos como mudos fetiches en sus casas de Mónaco, París y Nueva York. El de Bonnet es el libro ideal para regalar a enfermos de los libros, como quizás sea usted, mi (improbable) lector y cómplice, que cada noche se duerme con la aprensión de que lo despierte el fragor del derrumbe de cunables mal colocados o en equilibrio inestable. O que suspira con una mansión dotada de espaciosa biblioteca con vistas al parque de los robles, y en la que los libros elegidos, al fin dispuestos en una sola fila, permanezcan como proyectos infinitos de soñadas lecturas apacibles.
Redonda
La crisis también golpea al islote gobernado (a distancia) por Xavier I, su teórico monarca en activo, y habitado por una casi indigente población de alcatraces y pequeños reptiles. El Premio Reino de Redonda, cuya décima edición se fallará uno de estos días, ya sufrió el año pasado un fuerte recorte en su dotación (de 6.500 a 3.000 euros), que tradicionalmente sale de los bolsillos de Javier Marías. En algún momento, incluso, ha cundido cierto desánimo, habida cuenta del esfuerzo burocrático que supone su organización y del escaso eco que recibe en la prensa un premio que concede el jurado más importante del mundo (sus miembros: Almodóvar, Lobo Antunes, Ashbery, Beevor, Boyd, Bradbury, Braudeau, Byatt, Citati, Coetzee, Coppola, Díaz Yanes, Dobson, Eco, Elliott, Fumaroli, Gehry, Gimferrer, Magris, Mendoza, Michael, Munro, Pamuk, Pérez-Reverte, Rico, Robertson, Savater, Steiner, Vargas Llosa, Villena y Villoro). Incluso existió la tentación, al parecer rápidamente desechada, de abrirlo a la financiación de algún grupo o institución extranjera. Por lo demás, y según mis confidentes, la nobleza de Redonda sigue unida en torno al monarca. No puedo asegurar lo mismo (aunque tampoco lo contrario) respecto a los ciudadanos de a pie, entre quienes, de continuar la crisis, podría prender el virus republicano. Como reza el lema del (todavía) reino, ride si sapis. -
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