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Columna
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Salud

Hace algunos años pasé un curso en Estados Unidos dando clases de español a unos chavales del Sur del Mississippi que no se parecían ni un pelo a Tom Sawyer. Luisiana es uno de los estados más deprimidos de Norteamérica y eso que entonces aún no había pasado por allí el Katrina: críos negros jugando al básquet con una canasta casera hecha con cajas de refrescos, matronas sureñas con rulos pintándose las uñas de los pies en el porche, gente sin un centavo mendigando a la puerta del Wall-Mart, que es como un Mercadona pero a lo bestia y cosas por el estilo. Llegué a tomarles cariño y a entenderlos razonablemente bien a pesar de que hablaban con un acento de mil demonios. Me aficioné a las baladas country que sonaban en la radio a cualquier hora, a la picante gastronomía cajún: sopa de tortuga, camarones con sirope melado de caña y pimienta de cayena etcétera, conseguí hacerme una idea aproximada de las reglas del béisbol (un juego en el que si el que batea no lo hace bien, lo mandan al banquillo a mascar chicle) e incluso a veces recuerdo con cierta nostalgia el Blide Tiger de la Avenida McNesse, un abrevadero de cerveza bastante aceptable con sus billares y su terraza sobrevolada al atardecer por bandadas de pelícanos rosas. Un espectáculo sobrecogedor. Pero lo que jamás llegué a comprender es por qué hasta el último desheredado de aquella esquina perdida de América estaba en contra de que el Estado se ocupara de su salud.

Obama ha logrado sacar adelante una ley de Sanidad Pública por una ínfima diferencia de siete votos y un país al borde de la ruptura civil. Todavía no las tengo todas conmigo de que vaya a conseguirlo. Los fiscales de trece estados y las compañías aseguradoras ya le han declarado la guerra a muerte. La bronca entre partidarios y detractores de la Seguridad Social ha provocado amenazas que han obligado a intervenir al FBI, divorcios, peleas de cuñados, odios africanos e insultos de calibre más que subido. En eso son como aquí.

Una puede entender que los Madof y compañía no estén dispuestos a dar un duro por la salud de los demás. Al fin y al cabo ellos pueden pagarse una clínica privada con el dinero de sus desfalcos, pero que un anciano inválido del peor gueto de Nueva Orleans tampoco quiera oír hablar del asunto mosquea un rato. Sin embargo, así es. ¿Por qué? Ni idea. Un pobre americano prefiere pedir limosna antes de que el estado se ocupe de su cobertura social a través de los impuestos, no vaya a ser que le toque a él pagar las medicinas de otro. El individualismo feroz de los pioneros, supongo. Aún así la psicología de Adam Smith no sirve para explicar por sí sola todos los misterios del alma americana.

Yo a estas alturas he desistido de comprender. Solamente quería decirles que el concepto de salud como derecho ciudadano no es una idea universal, ni universalmente admitida, sino nuestra. De Europa. La mejor de las conquistas sociales del Viejo Mundo, un antiguo sueño humanista. Conviene no olvidarlo tal como pintan los telediarios. Por si acaso.

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