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Columna
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Yo excuso

Me gustaría afrontar esto con la indignación que llevó a Émile Zola a publicar su famosa carta en la que denunciaba la ignominia de la condena al inocente capitán Dreyfus, pero estoy invadido por la melancolía, e incluso por una sana envidia, si eso existe. España está sacudida por la enésima demostración de que, en determinadas instancias, altas e incluso medias, el que no roba es porque no sabe o porque tiene conciencia, pero Galicia, que es lo que nos ocupa, una vez más no está a la altura.

Procedente de Huelva, en Madrid hay un senador por Cantabria, con una experiencia de 20 años llevando las cuentas del PP, al que le llevaron a casa o a la sede del partido -porque quien tanto trabaja no hace distingos entre una cosa y otra- mil millones de pesetas por adjudicaciones de obras. O eso dice el principal implicado del sumario Gürtel. En Baleares, procedente de un ministerio en Madrid, hay un ex presidente autonómico que con su sueldo se ha comprado, y decorado con todo lo que su señora veía anunciado en Vogue, un palacete de casi tres millones de euros. En cinco años sólo sacó del banco 500 euros, le devolvía dinero Hacienda y acaba de pagar a tocateja tres millones de euros de fianza para esperar en casa (en alguna de ellas) a que se demuestre su inocencia y -se supone- le nombren doctor honoris causa por la London School of Economics. O eso -lo del dinero, no el título- dice un juez. En Majadahonda hay un ex alcalde, ahora al frente de una empresa pública de la Comunidad de Madrid, que en un par de legislaturas ahorró para comprarse ocho coches de lujo, cinco motos y un barco. O eso dice la Agencia Tributaria. En muchos hogares de Valencia y Madrid, hijos y esposas de cargos públicos no creen en los Reyes Magos ni en Papá Noel, sino en otro ser mítico, menos tradicional pero más generoso, llamado El Bigotes. O eso decían en conversaciones grabadas por la policía. Todo eso, y mucho más, y mejor escrito, pueden leerlo en otras páginas de este y otros periódicos, y descifrarlo en los brillantes y sagaces análisis, a favor e incluso en contra, de otros columnistas. Yo, sin embargo, tengo que lidiar con lo que pasa en Galicia. Que no es nada, o casi nada.

A mediados de los noventa, el PP gallego pagaba actos electorales con dinero negro

En Galicia, a mediados de los noventa, mientras Touriño probablemente aspiraba ya a que le compraran un coche y a ojear suntuosos catálogos de sillas, y Quintana probablemente anhelaba subir al yate de un empresario, el PP pagaba los actos electorales con dinero negro. Es decir, para aquellos a quienes la sobredosis de irregularidades les ha afectado la capacidad de asimilarlas, que un partido perfectamente prosistema, que gobernaba en Galicia y en España, la mitad de los actos electorales destinados a conquistar a la ciudadanía para seguir gobernando los costeó sin cotizar a Hacienda, defraudando -se supone- no sólo al ministro de turno, un compañero de militancia en el PP, sino al resto de los habitantes, particularmente a los que sí pagan sus impuestos. Claro que sólo fue durante de 1996 a 1999, debido a la nefasta influencia de alguien que era secretario general del partido, pero que salió rana, como prueba el hecho de que después dejó de ser militante. Los otros años, todo se pagaba religiosamente, o al menos no hay pruebas de que así no fuese. Y además, el tema saltó en Madrid.

Y si aquí no se han descubierto más corruptelas, no es porque no se haya intentado por todos los medios (me refiero a todos, incluidos los de comunicación). Se pretendió hacerlo con la Cidade da Cultura, sus pompas, sus obras y sus nombramiento de cuñados. Se probó con las concesiones eólicas (el concurso público, no las anteriores adjudicaciones digitales por cuñado interpuesto). Se tanteó con la licensiorrea para urbanizar donde fuese y como fuese, y dio tanto lo mismo que decidieron liquidar el organismo encargado de controlar los desmanes. Se sondeó con la curiosa circunstancia de un cargo público que certificó a su antigua empresa como acabadas obras que ni se habían iniciado. Incluso se ensayó con el revelador descubrimiento de prácticas caciquiles en la Diputación y en el PP de Ourense. Todo en vano. Mismo la Operación Retablo, los afanes de un par de ganapanes en pos de lo que uno de ellos denominaba pomposamente "repartir Galicia", carece de los elementos entre la épica y el ridículo de los latrocinios más allá de Padornelo: los implicados son entrañablemente idiosincráticos, hasta el punto de que uno es un párroco llamado don Crisanto. A un arrepentido lo intentaron silenciar con cuatro billetes (eso sí, de 500, que imponen). Y para más inri, el asunto lo denunció la propia Administración, en concreto la anterior Consellería de Cultura. Con estos mimbres no se hace grandes cestos sumariales, al menos aquí. Menos mal que a Touriño le compraron un coche, Quintana se subió a un yate, y así la ciudadanía se pudo escandalizar un poco.

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