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Columna
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Telemía

En los primeros y felices tiempos de la televisión madrileña, el nuevo canal emitía una serie británica titulada Sí, señor ministro y Sí, Primer Ministro en la segunda entrega: la biografía política de un redomado imbécil que, gracias a su rematada imbecilidad, ascendía al primer puesto del escalafón sin abandonar nunca su condición de títere al servicio de los intereses espurios de su partido y a las órdenes de un funcionariado inoperante y manipulador. Humor británico en estado puro, sarcasmo cruel expresado con exquisitos modales y demoledoras intenciones, todo un ejercicio de pulcritud salvaje, ejecutado con escasos medios para desmontar el simulacro de la alta política y mostrar sus rastreras confabulaciones.

Se cree que Aguirre da por perdida Telemadrid para demostrar que hay que privatizar cadenas

De aquella Telemadrid balbuceante y entusiasta que descubría la calle, día a día, y paseaba sus cámaras por los barrios menos castizos y fotogénicos de la ciudad dando voz y plano a sus anónimos vecinos, apenas quedan vestigios en la programación de un canal que ha desembocado, bajo la tiranía mediática de Esperanza Aguirre, en una cloaca de autobombo y autocomplacencia, amplificador de alto voltaje para los presuntos éxitos del Gobierno regional y escuela de manipulaciones y tergiversaciones, denunciadas puntualmente por los vilipendiados trabajadores de la empresa que, tras haber sobrevivido a todas las purgas, aún se resisten a reciclarse de periodistas en propagandistas y a ejercer la autocensura para no ser desautorizados y luego defenestrados por su delito de lesa deslealtad. La política informativa de la casa ha ido labrando en el quehacer, malfacer diario, su descrédito y la consecuente caída de la audiencia hasta un desmedrado 8%.

Si la farsa británica de Sí, Primer Ministro giraba alrededor del número 10 de Downing Street, la historia reciente de Telemadrid parece inspirada en las viñetas del número 13 de la rue del Percebe. La elevación de ilustres caricatos a la categoría de presentadores de los servicios informativos tuvo su gracia en los primeros momentos. Había apuestas por ver a quién invitaba Sánchez Dragó para hablar de Sánchez Dragó en el telediario y seguidores noctámbulos de las diatribas autodestructivas del hermano Tertsch, sus fobias y sus cuitas a pie de barra. Si el espectáculo decaía se podía contar con la aparición estelar de la dueña del cotarro, por ejemplo para acusar al Gran Wyoming, presentador de una cadena rival, de incitar al linchamiento, y no precisamente mediático, de su aguerrido valedor nocturno.

Hay quien sostiene que Esperanza ha dado por perdida la guerra de Telemadrid y que la caída en picado de la emisora le va a servir para demostrar, aunque sea en sus propias carnes virtuales, lo mal que funcionan las empresas públicas y la necesidad perentoria de privatizarlas, al menos de externalizarlas, eufemismo para privatizarlas a pedazos. Ya en tiempos de Ruiz-Gallardón se barajó la iniciativa de privatizarlo todo menos los informativos, que siempre son la guinda del pastel de los políticos, su pasarela y su tribuna. Con Esperanza Aguirre al frente de la nave, Telemadrid ha mostrado su capacidad para innovar en el terreno de la información. La reciente equiparación de los manifestantes sindicalistas de hoy con los asistentes a las convocatorias franquistas de la plaza de Oriente hubieran recibido la aprobación de los responsables de la programación de la televisión única del legítimo Gran Hermano, el de Orwell, banalizado en la faramalla de los reality shows. Compaginar el neoliberalismo con el estalinismo impuro y duro sólo está al alcance de algunas mentes privilegiadas por un cinismo sin límites aparentes. Expurgando, manipulando, ignorando o inflando las noticias, los acólitos de la presidenta han conseguido enganchar a un 8% de los televidentes madrileños, cubriendo de ignominia la digna trayectoria de un canal autonómico que había mantenido ciertas parcelas y ciertas formas de independencia con Leguina y con Gallardón.

Pero no se va a quedar la presidenta madrileña clamando solitaria en el desierto de las audiencias, pues ha sabido usar sus graciosas concesiones de nuevos canales para ampliar el coro de sus agradecidos partidarios. La nueva TDT ofrece a los madrileños, entre teletiendas, telepredicadores y teleconcursos para imbéciles, un surtido de canales telecavernarios donde voceros de la ultraderecha y cantamañanas de Aguirre compiten en el insulto, la descalificación y la difamación de sus rivales repartiendo leña a la diestra de Gallardón y a la izquierda de Zapatero, sin las cortapisas ni los controles de las empresas públicas como Telemadrid. Impunes e infames.

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