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AL CIERRE
Columna
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La vida sexual del mero

Entramos en periodo electoral y vamos a tener que hacer acopio de paciencia para soportar el alud de monsergas con que nos va a deleitar la clase política. Hay que prepararse para no sufrir una insolación. Mi consejo es instalar un chip en la caja tonta que cada vez que aparezca uno de nuestros representantes -elegidos o todavía por elegir- cambie automáticamente a un canal de documentales sobre la fauna salvaje.

Para evitar ataques de urticaria y convulsiones severas que se agravarán conforme crezca el repiqueteo mareante de las declaraciones de los líderes políticos y de sus réplicas mortalmente previsibles, nada mejor que la contemplación de reportajes instructivos sobre, por ejemplo, la fascinante vida sexual de mero. El mero, como es bien sabido, es hermafrodita. En realidad todos los meros son hembras; un gran matriarcado, una sociedad de amazonas. Cuando es necesario, una de las hembras se transforma en macho y se encarga de fertilizar a sus ex congéneres en un determinado territorio. Si muere -sea de viejo o pescado en una red para nuestro deleite-, otra hembra se transforma en macho. Fascinante.

Los meros son todos hembras y cuando hace falta una se hace macho

La clase política debería aprender de este ejemplo. Hace tan sólo unos meses, con motivo de uno de esos periodos en los que se acumulan casos y casos de corrupción y conchabanza que muestran hasta qué punto tanto el poder legislativo como el judicial están ocupados por una casta que se reparte las prebendas y se protege mutuamente, se presentó en el Parlament un proyecto de ley electoral catalana -la primera desde el restablecimiento de la democracia- que incluía cambios destinados a restablecer la credibilidad del sistema -luchar contra lo que los más cursis llaman "desafección"- por la vía de restarles poder a las ejecutivas de los partidos y de reconstruir en lo posible el principio básico de la democracia: un hombre, un voto.

Se habló, se escribió y, llegado el momento, se aparcó la ley. Los partidos políticos se echaron la culpa los unos a los otros. A ninguno le gustaba eso de que el ciudadano pudiera manosear las listas electorales cerradas que confeccionan las ejecutivas. CiU, ciertamente, no tenía ningún interés en reequilibrar el raquítico peso del voto urbano frente al de ciertas zonas rurales. Los payeses son todos de derechas, piensan los herederos de Jordi Pujol. Y los miembros del tripartito, que durante años y años protestaron por la falta de una ley electoral, tampoco insistieron. Si han ganado dos veces con este sistema, se dijeron, ¿para qué cambiarlo?

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