El impulso de la vida o 'Ni los médicos lo saben'
Pocos barceloneses sienten el impulso de ver una de las mesas de autopsias más antiguas de Europa, y quizá por eso la Real Academia de Medicina, en la calle del Carmen, suscita tan poco entusiasmo colectivo. La Real Academia de Medicina tiene una arquitectura ilustre, un soberbio vitral, bustos de doctores de otra época y los asientos para el público más incómodos de la ciudad. Nadie aguanta en ellos más de una hora, aunque en caso de desfallecimiento se supone que habrá siempre cerca algún médico.
Fuera de esto, sigue siendo lugar de sabios y conferencias magistrales. La última ha estado a cargo en gran parte del doctor Solé Balcells, una de las almas culturales de APEI, la asociación de informadores de prensa, radio y televisión. El tema interesaba a todos, lo mismo a los médicos que a los altos cargos de Trabajo y Economía: "Cómo dar las malas noticias".
"No moriré sin terminar mis memorias", me dijo. Y las terminó
Claro que en la Real Academia de Medicina no se habló de los parados ni del déficit, sino del trato con los enfermos terminales y la mejor manera de comunicarles su estado. Los médicos encargados de ilustrarnos llegaron a varias conclusiones: la primera es que se necesita una educación especial, y por eso son convenientes los cursos de psicología; la segunda, lograr la simpatía y la comprensión del paciente; la tercera, acompañarle y llegar a un compromiso moral con él; la cuarta, mantener, en lo posible, un optimismo sin engaños, y la quinta, respetar el derecho del que, en la desgracia, prefiera no saber. Lo que también los médicos reconocieron es que la vida siempre es la gran desconocida y que nunca se sabe cuándo un enfermo resistirá y cuándo llegará el fin.
La lección magistral me hizo recordar dos casos en este sentido. Uno, la anécdota atribuida al gran Menéndez Pidal, que creo que es cierta. Al ilustre sabio le dijo el médico con toda franqueza: "Está usted en las últimas, le quedan 15 días". Y él le contestó: "No. Me quedan dos años". "¿Por qué?". "Porque he de terminar dos libros". Tengo referencias de que el plazo de dos años se cumplió. Y hay otro caso que viví directamente, con el gran periodista Ibáñez Escofet. Él sabía que tenía un cáncer, y yo me asusté de su extrema delgadez. Pero él me dijo: "No te preocupes. No moriré sin terminar mis memorias". Y, en efecto, las terminó y murió una semana después del trabajo. Ni en la Real Academia de Medicina me han podido aclarar el impulso de la vida y el misterio de la muerte.
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