A Europa la unen sus cadáveres
Menuda, sentada en el escenario oscuro, Dominique Blanc pasa completamente desapercibida mientras el público se acomoda. Parece que llevara ahí desde la noche anterior. Marguerite Duras, escritora a quien interpreta, encontró de mayor un viejo cuaderno que no recordaba haber escrito. "Me asusta cuando lo leo", nos dice, pálida. Lo escribió en abril de 1945, en Orsay, mientras esperaba a Robert L (Robert Antelme), prisionero en un campo de concentración nazi. Leyéndolo, se siente de nuevo en el hotel Lutecia, enfebrecida, intentando moverse lo menos posible para no gastar las pocas energías que le quedan. Teme que Robert sea un cadáver más de los que yacen en Buchenwald o tirados por decenas de miles a lo largo de las cunetas.
LA DOULEUR
Autora: Marguerite Duras. Intérprete: Dominique Blanc.
Dirección: Patrice Chéreau y Thierry Thieû Nang. Teatro de La Abadía. Hasta el 28 de marzo
Blanc le presta su voz a otras, como una endemoniada a punto de exorcismo
Un hombre al que llama por su inicial, D, viene a acompañarla: "Dos veces por día, y se queda. Me mira y yo le miro". Imperceptiblemente, ha entrado a formar parte de su vida. Dominique Blanc nos cuenta todo esto con una actuación imprevisible, abrupta, llena de cortes, expresionista sin voluntad de serlo: le presta su voz a muchas otras, como una endemoniada a punto de exorcismo. "Cuando me duermo es al lado de Robert, en la cuneta oscura", dice. Mientras abril avanza, Duras y sus colaboradores del periódico Libres publican listados interminables de deportados y de prisioneros. Blanc, voz sinfónica en un cuerpo camerístico, nos narra el espectáculo de la llegada de los prisioneros, separados por una barrera de la masa blanquecina de mujeres anhelantes. Con el pelo lacio, la presencia ausente, no parece actriz: exhala encanto interior.
Hasta aquí, su relato tiene una poesía turbia, y su actuación, íntima, la intensidad de las mejores de Angélica Liddell, con 10 años más y sin apoyarse en su rabia. Ahora, cuando empieza a describirnos al primer deportado de Weimar, un viejo que podría tener quizá sólo 20 años de edad, llevado a horcajadas por dos boy scouts, empezamos a temer que ese hombre sea el que anda esperando, el padre de su hijo muerto nada más nacer. Pero no: "Si él volviera", continua, "iríamos al mar".
Duras deja su dolor a un lado para resumir en cifras el exterminio industrial organizado por el Estado, preguntarse luego: "Después de eso, ¿cómo seguir siendo alemán?" y concluir que la única respuesta a tal crimen es hacerlo de todos, como los ideales republicanos de libertad, igualdad y fraternidad. Una llamada de François Mitterrand, entonces director del Movimiento Nacional de Prisioneros de Guerra y Deportados, le anuncia que acaba de encontrar a Robert en la zona prohibida del campo de concentración de Dachau donde yacen revueltos muertos y agonizantes. Una voz le llamó: "¡François!", y perdió el conocimiento. Tardó una hora en reconocerle, porque estaba en la piel y en los huesos.
Lo mejor de La douleur, lo más terrible, son sus últimos 20 minutos, cuando devuelven a Robert a casa de Marguerite: a través de su piel, toda papel de fumar, se ve la sangre correr, y las vísceras, pero no tiene una palabra mala para los alemanes: sólo acusa al hombre, y al mal gobierno. Mientras Blanc describía minuciosamente su estado, en la función de anoche se escuchó un revuelo en el patio de butacas y una voz pidiendo un médico. Así acabó este espectáculo bravo, justo y obligadamente estomagante.
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