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Columna
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Dimitir no es indigno

Un signo de madurez democrática es la disposición de los políticos y gobernantes a dimitir de sus cargos sin hacer de ello un drama. Se puede dimitir por numerosas causas que no figuran en ningún código y que son más o menos laxas a tenor de la sensibilidad social y personal. Se dimite por el disentimiento con un proyecto o propuesta política, por incompatibilidad con un superior, por conducta improcedente con o sin consecuencias judiciales y, de un modo más genérico, por dignidad, prudencia y hasta fatiga. La dimisión no habría de sugerir ningún género de sospecha y eso acontecería si no fuera una rareza por estos reinos. Aquí la mayoría inmensa de los cargos públicos son como lapas y no pocos consideran que su función ha de ser vitalicia. "Dimitir es de cobardes", oímos exclamar en cierta ocasión a un vivales.

Estos días, sin embargo, hemos asistido a una dimisión insólita por lo sonada y movilizadora de las menguadas reservas cívicas valencianas. Nos referimos, como ya se habrá adivinado, a la del director del Muvim, el profesor Romà de la Calle, puesto en el brete de renunciar al cargo o amparar la estupidez de unos iletrados del PP que pretendían practicar con su anuencia la censura en esa sede de la -en adelante presunta- ilustración y del modernismo. El docente no tuvo más opción que encomendarse a su honradez y salir entre aplausos, dejando tras de sí una gestión tan brillante y eficaz como revela el haber avivado un aborto museístico. Un episodio ejemplar que debería abonar otros trances semejantes, con o sin ovaciones, para contribuir a la necesaria regeneración de la vida pública en esta autonomía.

Pero no creemos que ese gesto, ni las alabanzas que merece quien dimite por coherencia con sus principios o circunstancias, aliente a la clase política indígena, aleccionada desafortunadamente por actitudes y resistencias de muy otro signo. Ahí tenemos, sin ir más lejos, la trama corrupta Gürtel y el enroque nada menos que del presidente de la Generalitat en sus propias trapisondas. ¿Había o no motivo para poner distancia entre éstas y su persona, convertida en un filón de sospechas y de sarcasmos? Con una dimisión a tiempo habría sentado un plausible y riguroso precedente de responsabilidad pública, además de acabar con las limitaciones y acosos de quien se obstina en gobernar estando empapelado, cual es su caso. En tal situación, la dimisión no sólo era procedente, sino que hubiera sido personalmente catártica.

A la luz de esa resistencia se comprende que por estos pagos autonómicos ningún político con mando en plaza se sienta aludido por sus propios errores, a menudo, contumaces, como ha sido la política urbanística llevada a cabo pasándose por el arco las condenas de las instancias europeas, los disparates pedagógicos a propósito de la Educación para la Ciudadanía, o el reiterado desacato en punto a la homologación del catalán, por no mencionar el grosero favoritismo de algún consejero para con sus amigos o parientes. Aquí el escándalo se diluye y los implicados miran hacia otra parte por mucho que se les señale con el dedo. Para su fuero pensarán que más rostro tiene su cofrade Federico Trillo, el ministro de Defensa que se tiene por eximido de la catástrofe del Yak 42, o el presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, un patrono tan ejemplar. O sea, que la dimisión, aquí y por ahora, es casi únicamente cosa de gente digna, como el citado director, maestro de ética.

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