El Madrid de Iván
No ha habido un cineasta más radicalmente madrileño que el donostiarra Iván Zulueta, que falleció hace menos de tres meses en San Sebastián. Se me dirá, después de una afirmación tan tajante, que en las (pocas) películas que dirigió Zulueta ningún niñato de Serrano -con alcohol en las venas u otras sustancias aún más alucinógenas en el cuerpo- atravesaba locamente al volante de un deportivo los arcos de la Puerta de Alcalá, ni salía en ninguna Manolo Morán de guardia urbano, ni la problemática social de la periferia quedaba reflejada en sus guiones, aunque sí hubiera droga, sin sordidez, en Arrebato. Iván, al que traté poco, temí bastante y admiré mucho, era un artista que observaba la ciudad desde las alturas, en su caso desde el edificio España, hoy empapelado y cerrado a la espera de no se sabe qué reconversión especulativa. No especulaba él; sólo sacaba a la terraza de su apartamento su camarita de Súper 8 y filmaba las nubes pasar y la gente cruzar allá abajo los semáforos de la plaza de España, la gente retratada como insectos rápidos y afanosos, las nubes desplazándose señoriales, pomposas, por un cielo que en ese lugar de la capital incita a sumarse a él, saltando al vacío.
No es posible reconstruir el Madrid de los años 1970-1980 sin colocar en el centro a Zulueta
El suyo era un Madrid interior, un Madrid del dolor callado, sin color local, que ahora, siendo tan distinta al cine que hacía Zulueta, me ha recordado la fascinante película de Javier Rebollo La mujer sin piano, sobre todo en las escenas de la glorieta de Atocha y sus aledaños, por donde el personaje que interpreta soberbiamente Carmen Machi pasea su arrebato en sordina y se toma un bocadillo, no recuerdo si de calamares, en el bar más castizo del barrio, El Brillante, que mirado por Rebollo pasa a convertirse en un lugar del alma general y sufrida. Qué gusto da, recordando Arrebato y Leo es pardo de Zulueta, o viendo ahora La mujer sin piano, que sigue en los cines, comprobar que se puede hacer un cine de la ciudad y sus habitantes más extremos y elementales sin caer en el costumbrismo, la inveterada costumbre del cuerpo artístico español.
A ese Iván en la torre, autorreducido vitalmente, en la mayor parte de su larga residencia madrileña, a un pequeño perímetro urbano en torno a la Gran Vía, la citada plaza de España y la calle Princesa (donde, en el número 3, estaba el apartamento en que se filmaron numerosas escenas de Arrebato), le va a hacer dentro de 10 días un justo homenaje la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, y se van a proyectar en la sede de la calle Zurbano sus largos y cortos, y hablarán de él amigos suyos que no le temieron tanto como yo y participaron activamente en su cine (Eusebio Poncela, Jaime Chávarri, Augusto M. Torres, entre otros).
Lo que son las casualidades. El mismo día en que recibí el programa de esas jornadas en torno a Zulueta estaba releyendo uno de los más hermosos textos de Juan Benet, El Madrid de Eloy, que apareció en su libro de viñetas memorialísticas, todas memorables, titulado Otoño en Madrid hacia 1950. Benet habla de un ser desconocido para la mayoría, y para él mismo casi inescrutable, aunque fuera compañero suyo en la escuela de Ingenieros de Caminos. Un hombre procedente de un pueblo grande del sureste que un buen día, pasados los años, desapareció sin más, sin avisar a nadie. ¿Como Iván Zulueta, en su gradual pero inapelable retiro del mundo y posterior silencio cinematográfico? No creo que se parecieran en nada Iván y Eloy, pero sí me parecieron pertinentes para Zulueta las palabras del escritor en torno a esa figura deslizante de su antiguo compañero de Caminos, al que, a lo largo de 50 páginas, con procedimientos de reconstrucción fragmentaria que alcanza al fin una emocionante coherencia, Benet define como alguien que le puso sello a su tiempo, en una reflexión sobre el conjunto de personas y caracteres por los que una época será reconocida por las futuras generaciones. Y dice el autor de Volverás a Región: "La figura que la posteridad acabará por designar como representativa de su momento apenas aparece en su época y solamente será merecedora de ese póstumo título cuando la representación de su época ha concluido".
Lo que para nosotros hoy es, indiscutiblemente, el París de Baudelaire o la Praga de Kafka, no fueron, dice Benet, mientras esos artistas vivían, ciudades que ellos encarnaran como protagonistas, quedando tal papel para personajes de relumbrón hoy tragados por el olvido. Zulueta no gustó a la mayor parte de la crítica de su tiempo ni llegó al público, en primera instancia ni siquiera al minoritario. Ahora, sin embargo, como en el caso de Kafka y Praga que Benet analiza, no resulta posible reconstruir el Madrid de los años 1970-1980, para el que Iván Zulueta no existió, sin colocar en el centro a aquel gran cineasta ensimismado que fue Iván Zulueta.
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