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Columna
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Ejercicios espirituales

No sé si estos son buenos tiempos para la lírica, pero sí parecen serlo para las recapitulaciones. Ante tanta Casandra a destiempo, juro que yo no lo sabía. Había cosas, sí, que no conseguía entender, pero eso venía de lejos. Verán, procedo, de una sociedad forjada en la primera revolución industrial y firmemente asentada en ella. Era una sociedad de productores, en la que la prosperidad se hallaba sometida a una lógica de primera mano. Cuanto más se producía, lo que suponía una multiplicación de iniciativas, de apertura de fábricas y negocios y de creación de puestos de trabajo, mejor nos iban las cosas. Frente a las limitaciones de la tierra, la labor del hombre abría posibilidades sin fin, y el proceso de creación de riqueza se nos presentaba como tangible. Veíamos el proceso y disfrutábamos sus beneficios. Tengo la impresión de que eso se acabó hace tiempo, o de que por lo menos dejó de ser tangible. Ignoro si seguimos produciendo o no, aunque el mercado esté más abarrotado que nunca de cosas que se deben de fabricar en algún sitio. Consumimos mucho, es cierto, y tenemos dinero para hacerlo, como también es cierto que vivimos mucho mejor que cuando nuestra prosperidad se fiaba a los procesos tangibles. Nuestro bienestar actual siempre se me ha presentado con un punto de misterio.

Pero era real, y no había motivos para pensar que el misterio dejara de seguir funcionando. Había asimilado que lo que yo llamaba misterio no era sino ignorancia, y que la generación actual de riqueza respondía a una complejidad que yo era incapaz de comprender. La razón parecía estar ausente, pero debía de estar a salvo en algún sitio. Y he aquí que llega la crisis, ¡y llega como un misterio! Todas suelen llegar de improviso, pero ésta parece resistirse a abandonar el statu quo ante y esperar alguna mano milagrosa que le restituya lo perdido. ¡Nunca se había despotricado tanto de los gobiernos y se había esperado tanto de ellos!, por ejemplo. Y probablemente nunca se habían visto estos tan atados de manos para actuar. Lo que se les pide es que hagan algo sin que en realidad cambie nada. Ventajas para el consumidor, que es quien dinamiza el mercado, del que depende nuestra prosperidad. ¿Y qué pasa con el productor? ¿No tendremos que pensar más, inventar más, producir más, trabajar más como remedio para lo que nos ocurre?

El acento, sin embargo, se sigue colocando en el consumo. Y a su recuperación sólo se le opone como alternativa el ascetismo. Frente al retorno de los dioses, el examen de conciencia. Hemos pecado, se nos dice, hemos derrochado, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, hemos sido soberbios. No es ésta una buena receta de salvación. El pecado es otro: hemos sido pasivos, sólo hemos consumido. Hemos primado al consumidor sobre el productor, sobre el individuo creativo, incluso en detrimento de este último. Y el cambio de tendencia tal vez no esté en manos de ningún gobierno.

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