Sacerdocio etarra
Parece que va habiendo falta de vocaciones. Cada vez hay menos jóvenes dispuestos a pasar del noviciado de la kale borroka al sacerdocio sangriento de la lucha armada, menos jóvenes dispuestos a sacrificar su vida (y la de los demás, desde luego) en el altar de la diosa Aberria. Es una apreciación, me parece, que ya compartíamos a simple vista los ciudadanos vascos, y que ahora aparece confirmada en el último informe de los servicios antiterroristas, reseñado por este periódico.
Se dice que la nueva cantera está apenas preparada para la lucha y que tiene un escaso nivel de ideologización y de compromiso. También se subraya su afición a los porros, aunque no sé yo si eso resulta tan determinante. Y se añade: "cada vez son más los miembros de la kale borroka que se ven obligados a huir de la acción de la justicia, y que no desean integrarse en ETA, alegando motivos de poco peso: no estar capacitado, querer llevar una vida junto a su compañera, situación psicológica...". Lo dicho, que les falta vocación.
Porque mira que hay que tener vocación para enfrentarse a un sacerdocio así, con sus votos de obediencia (a la dirección), silencio (ocultamiento) y castidad (renuncia no tanto al sexo como a una vida sentimental y familiar normal, gratificante). Todo proyecto personal, toda pasión o ambición profesional queda anulado, minimizado. La gratificación por la vía escogida ha de ser en gran parte interna: creer que uno es el mártir de una causa justa, el gudari sacrificado de un ideal compartido. Pero el convencimiento interno es muy frágil si no es corroborado por los hechos, por la gratificación externa. Y ello de dos maneras: por los logros políticos que alcancen (en este caso, escasos o, al menos, lejanos de sus aspiraciones), y por el reconocimiento y la gratitud de aquellos a los que creen representar (teóricamente, el "pueblo vasco", que en su gran mayoría les desprecia; y en la práctica, sus correligionarios, quienes, por mucho que puedan seguir considerándoles mártires y gudaris, también les perciben cada vez más como un lastre, una especie a extinguir).
A menudo algún político u otro personaje público declara que admira a todas las personas que luchan o se sacrifican por sus ideales, sean éstos los que sean. Total desacuerdo. Los ideales y el sufrimiento pueden abundar (también entre los terroristas), en efecto, pero así, sin más, no pueden ser el criterio de la justicia o injusticia de una acción, a menos que queramos bendecir a todo fanático a lo largo y ancho del mundo. Hay ideales que conllevan un trato violento, cruel o inhumano hacia otras personas, e ideales que abogan por todo lo contrario. Los jóvenes novicios sin la vocación suficiente para convertirse en terroristas tal vez alberguen alguna duda sobre la verdad de sus dogmas, o sobre la gratificación interna o externa de sus acciones. El altar sangriento va quedándose, poco a poco, vacío.
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