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Columna
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Degradación

Enrique Gil Calvo

Existen ciertos indicios de que el clima político de nuestro país se está degradando, sin que sepamos adónde podría llegarse. Algunos empiezan a hablar de crisis política en toda regla (como ha hecho aquí Javier Pérez Royo), que vendría a añadirse a la económica dificultando su salida todavía más. Pero de momento no parece que hayamos llegado hasta ese punto, si entendemos por crisis política la ruptura de las alianzas dominantes y la suspensión de las reglas de juego. Y aquí no se ha llegado todavía hasta ese punto. O mejor dicho, sólo hemos alcanzado el estado de crisis en materia económica, donde la situación resulta en efecto excepcional, lo que ha obligado al Gobierno a tratar de modificar por consenso las reglas de juego alcanzando pactos inéditos en materia tanto laboral y de pensiones como presupuestaria y fiscal. Es verdad que los pactos que se anuncian están muy alejados del gran compromiso nacional que se requiere para compartir colectivamente los ingentes sacrificios necesarios para salir de la crisis. Pero por minimalista que parezca, bienvenido sea ese consenso incipiente, si logra invertir la crispada trayectoria de confrontación bipolar que hasta ahora enfrentaba al Gobierno y la oposición.

Más allá de la parálisis política, lo degradante es el espectáculo judicial

De modo que bien puede pensarse que las reglas del juego están cambiando, y no en sentido crítico sino para bien. ¿Quiere esto decir que se aleja la perspectiva de crisis política contra la que nos alertaba Pérez Royo? Es posible que ahora mismo la crisis ya no resulte tan inminente. Pero a medio plazo, los malos augurios que apuntan hacia un clima de crisis parecen ciertamente ominosos, dado el probable desarrollo del calendario electoral y sobre todo judicial que se abre ante nosotros. Es a este horizonte tan sombrío al que pretendo señalar, cuando hablo de una cierta deriva hacia la degradación.

¿A qué califico de degradante? Ante todo me refiero a los constantes titubeos y rectificaciones que están dando los principales protagonistas del debate público, como si hubieran perdido los papeles incurriendo en flagrantes contradicciones. Los casos más clamorosos, en los que ni siquiera hace falta entrar, proceden del propio Gobierno, como es público y notorio. Pero los demás también rectifican y se contradicen. Como sucedió la semana pasada con la patronal, que lanzó a título provocador una propuesta de nuevo contrato juvenil ultraprecario, que de aplicarse todavía agudizaría más la denostada dualización laboral, para verse obligada al día siguiente a renunciar a su propuesta ante el abucheo general. Y algo parecido ocurrió con la oposición del PP, cuyo histriónico representante en la negociación del pacto económico reclamó una reforma centralizada de las cajas de ahorros en flagrante contradicción con sus barones autonómicos, que pugnan por mantener el control político territorial. Un problema éste que está bloqueando la salida de la crisis, en tanto que sabotea los intentos del Banco de España por racionalizar la insolvencia de las cajas de ahorros. Algo que aún hace más difícil el necesario ajuste del déficit público, en gran parte procedente de un descontrol autonómico imposible de atajar por parte de las impotentes autoridades estatales.

Pero más allá de esta deriva política hacia la parálisis, quizá lo más degradante de todo es el bochornoso espectáculo judicial, en el que casi cada semana se atenta contra los límites de la decencia, con nuevas vueltas de tuerca que rizan el rizo del más indigno sectarismo institucional. Y aquí destacan tres asuntos, quizá relacionados entre sí, que apuntan a un posible desenlace futuro de máxima degradación. Por una parte tenemos el reparto de cargos en el Poder Judicial, arreglado con descaro por el tráfico de influencias entre sus cliques corporativas. Después aparece la feroz cacería contra el juez Garzón, cuya independencia judicial le está siendo cercenada desde el alto tribunal tras la admisión de múltiples denuncias por prevaricación. Y por último surge la reedición a gran escala del caso Naseiro que se pretende hacer con el caso Gürtel, a fin de lograr que el PP salga otra vez indemne de la más ingente mancha de corrupción que pesa sobre él.

Una degradación tan destructiva para el prestigio de la Justicia española que no se sabe bien si tanto el revanchismo neofranquista como la vendetta contra Garzón no serán más que maniobras de distracción, en busca de coartadas con las que tapar el caso Gürtel. Algo que aún parece peor que la actual degradación italiana. Pues el escándalo Berlusconi es de mayor magnitud que el Gürtel, pero al menos allí es perseguido por la justicia, mientras que aquí la nuestra parece dispuesta a actuar de tapadera. Y ¿qué podrá esperarse de los ciudadanos llamados a las urnas, dado el ejemplo que les dan los jueces?

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