La hegemonía conservadora
Será casualidad, pero no deja de ser sospechoso que haya sido en el momento en que el juez Garzón ha incomodado a la derecha cuando la justicia se ha lanzado contra él. Tan jaleado cuando puso a Felipe González contra las cuerdas por el GAL, se ha convertido en un indeseable que hay que apartar como sea de la carrera judicial cuando ha tocado, siquiera levemente, los crímenes del franquismo y cuando ha metido el dedo en las cañerías por las que circulaba el dinero de las amistades peligrosas del Partido Popular. Como informaba EL PAÍS recientemente, la última palabra, tanto sobre Garzón como sobre Gürtel, la tiene una mayoría de jueces emanada de la derecha. Una vez más, se confirma que, en este país, la izquierda tiene el gobierno de vez en cuando, pero los poderes reales los tiene casi siempre la derecha.
La larga travesía del desierto que tuvo que pasar la derecha posfranquista consolidó la idea de que el electorado español está escorado a la izquierda. De lo cual algunos deducen apresuradamente una cierta hegemonía ideológica de ésta. La apreciación se basa en la autoubicación de los ciudadanos en el eje derecha-izquierda, en las encuestas de opinión, que da la máxima concentración en el área del centro-izquierda. Y en la aparente pervivencia en el lenguaje político de los tópicos de la corrección política de izquierdas. Ambas cosas se explican por la propia historia de la Transición: el discurso que venía de la izquierda antifranquista (así como el de los nacionalismos periféricos) tuvo, ante las dudas de una derecha que necesitaba reinventarse, una capacidad de contaminación superior a lo que realmente representaba. La aplastante victoria del PSOE en 1982 dio a la izquierda una apariencia hegemónica que tardó en desdibujarse por el estado de confusión de una derecha acostumbrada a mandar.
Sin embargo, la izquierda no ha sido capaz de construir una hegemonía social real. Más bien al contrario: en la oleada de los años de la liberalización económica general, los socialistas cedieron gran parte del poder económico público al sector privado. El poder del Estado se centra en los sectores regulados, un territorio siempre opaco del poder económico, donde abundan los lobbies y los cambalaches. En la justicia no ha habido reformas estructurales de fondo que pudieran modificar las dinámicas sociales y las inercias gremiales que le dan una base indefectiblemente conservadora. En la crisis de los medios, el Gobierno Zapatero ha conseguido algo insólito: que en el espectro televisivo quede una mínima presencia de la izquierda. No hay hegemonía que no pase por el dinero, la justicia y los medios de comunicación. En realidad, la izquierda española, versión Felipe González, desdeñó pronto cualquier intento de hegemonía ideológica. Simplemente, se adaptó y se centró en mantener la hegemonía política. El gobierno más ideológico que ha habido en la democracia española ha sido el de José María Aznar. Él sí trabajó para hacer triunfar un proyecto con voluntad de ser socialmente hegemónico: la revolución conservadora.
Felipe González tuvo que asumir la construcción de un marco de orden y de bienestar que asentara y ampliara a las clases medias españoles. Éstas, una vez consolidadas, fueron un excelente terreno abonado para la hegemonía conservadora. Y así el PP fue conquistando el electorado urbano que, inicialmente, parecía que le era ajeno. Zapatero llegó con ruido. Con banderas ideológicas de acentos republicanos, que se han deshinchado definitivamente con la crisis. Jugó un antiamericanismo primario que le dio dividendos inmediatos, pero que tenía fecha de caducidad. Con su política de ampliación de los derechos de las personas, sintonizó bien con los sectores más avanzados de la sociedad y consiguió que se extendiera una imagen retrógrada del PP. Pero no tocó ninguno de los poderes reales. Y entró directamente en la lógica económica dominante: de la cultura de la redistribución a la cultura de la productividad, que rompe los esquemas derecha-izquierda y abre la vía a lo que Albena Azmanova llama "xenofobia económica", expresión de dos nuevas líneas de conflicto: entre autóctonos y extranjeros, entre empleados y desempleados. España ha formalizado su modernización en materia de costumbres, la ciudadanía está irritada contra las élites, por el desconcierto del poder político y por la soberbia del poder financiero, pero es más conservadora porque el miedo a perder posición se ha extendido. Y en la batalla del miedo, la derecha siempre es más descarada y eficiente.
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