'Realidad', entre Coward y Alonso Millán
Realidad (The Real Thing), de Tom Stoppard, establece su juego con un despegue acrobático. En el primer cuadro asistimos a la revelación de un adulterio. En el segundo descubrimos vertiginosamente: a) que lo que acabamos de ver pertenece a Castillo de naipes, una comedia donde la actriz Charlotte (esposa de Henry, su autor) engaña a un álter ego de su marido, interpretado a su vez por Max, su mejor amigo, y b) que el adulterio de ficción anticipa un adulterio real: Henry traiciona a Charlotte y a Max con Annie, la novia de éste. ¿Complicado? Un pelo, pero Stoppard lo vuelve ligero como un soufflé. Henry, un cuarentón adolescente, ególatra, perdonavidas e "incapaz de escribir sobre el amor", cree encontrar en la impetuosa Annie "todo lo que Charlotte ha dejado de ser". Dos años más tarde, en irónica simetría, Annie se lía con Billy, un joven actor que resulta una versión "mejorada" del dramaturgo. Tras pasar por el infierno de los celos, Henry aceptará estoicamente la cornamenta y podrá, desde el conocimiento del dolor, crecer como autor y como persona. Ésta sería, condensadísima, la "línea romántica" de la trama, pero, como suele ser habitual en Stoppard, su premisa central (Verdad frente a Artificio) se multiplica especularmente en todos los temas y variaciones imaginables: la dificultad de sentir y expresar las emociones, la distancia entre vida y escritura, entre convicción y convención, y un largo etcétera. Hay diálogos sofisticadísimos y escenas formidables, como el viaje en tren donde Billy y Annie acaban expresando su pasión naciente a través, nueva refracción, del texto de otro: Lástima que sea una puta, de John Ford, la obra que han de interpretar juntos.
La función vuela a gran altura cuando rastrea la naturaleza del amor o la esencia del arte (los no menos fantásticos pasajes en que el protagonista reivindica su oficio con pasión y lucidez), pero naufraga en el maniqueísmo y la simpleza cuando aborda cuestiones políticas: Henry, el mercurial y volatinero eje de Realidad, bien podría ser una criatura de Noel Coward o el protagonista de una novela de Kingsley Amis, dos autores tan brillantes como reaccionarios. A diferencia de sus recientes obras mayores (La costa de la utopía y Rock'n'roll), donde hay reflexión, generosidad y amplitud de miras, Realidad parece postular que todas las causas (sobre todo si son de izquierdas) se abrazan por motivos azarosos o espurios. Stoppard descalifica hasta lo grotesco al breve y delgadísimo personaje de Brody, un joven activista, mientras pone en boca de Henry, como si fueran felices mots d'esprit, sofismas conservadores como "la política o la justicia sólo existen según nuestra percepción: si intentas cambiarlas sólo conseguirás frustrarte" o "no existe el sistema ni la lucha de clases: la gente se une porque tiene cosas en común". O esta tremebunda afirmación: "Las posturas públicas adoptan la forma de los trastornos mentales privados", sorprendente en un hombre que ha sido miembro activísimo de Amnistía Internacional y luchador incansable a favor de los disidentes. A ustedes corresponde decidir si Henry es el retrato de un joven dramaturgo de derechas, capaz de modificar su visión del amor pero no su cerrazón ideológica, o un indisimulado portavoz de su autor, el Stoppard de 1982, fecha de estreno de la obra en el Strand londinense.
La puesta en escena de Natalia Menéndez en el María Guerrero tiene grandes momentos, pero en otros acerca peligrosamente el texto, con un molesto abaratamiento de tonos y perfiles, a las comedias "de malas costumbres" de Alonso Millán. Las escenas iniciales, que en el original siguen el patrón de la alta comedia cowardiana, adoptan aquí un aire de farsa exasperada y tópica, como esas teleseries españolas en las que los actores dejan espacio para las risas o las incorporan directamente al final de cada réplica: a sus órdenes, la sarcástica Charlotte (Arantxa Aranguren) calza en el cliché de esposa hiperhisterizada y Max (Juan Codina) se agita como un neurótico espasmódico, incapaces ambos de suscitar la más mínima empatía. Tras su desentonadísimo arranque, Realidad se afianza en cuanto Javier Cámara (un Henry afilado, irritante y a la postre conmovedor) y María Pujalte (una Annie enérgica y contradictoria) se apoderan del escenario: son ellos, rebosantes de vida y naturalidad, y muy bien guiados por la directora, quienes sostienen la función sobre sus hombros. Álex García combina exaltaciones excesivas (la escena del tren) y momentos de verdad (la escena de John Ford) en su dibujo del personaje de Billy, que, por cierto, habría sido el perfecto antagonista de Henry si Stoppard se hubiera molestado en desarrollarlo. Lástima que los tintes alonsomillanescos resuciten en el desaforado perfil de Brody (Jorge Páez), al que sólo le falta escupir por el colmillo y patear a una ancianita, y la no menos insólita reconversión de Debbie (Patricia Delgado), la hija de Henry, en Lolita ávida de piruleta: una escena que emborrona el careo generacional del texto y que, de haber sido firmada por un varón, suscitaría severas acusaciones de machismo. La escenografía de Alfonso Barajas me pareció excesiva: a la función no le hace falta ese mareo de decorados que suben y bajan, feísimos módulos que se montan y desmontan, y pantallas desmesuradas. En cuanto al texto representado, hay muchos cambios entre esta versión y la que yo tengo (Faber, 1988), así que no sabría a quién atribuir los tajos. Stoppard suele reescribir una y otra vez sus obras, pero no sé si es cosa suya la supresión del célebre monólogo de la pala de críquet, que Henry utiliza (o utilizaba) como metáfora de la artesanía literaria. No es nada fácil traducir a este autor, y Martínez Luciano ha salido bien parado del envite: los diálogos, pese a los recortes, suenan fluidos, y ha encontrado soluciones ingeniosas (a veces un poco chulapas) para los abundantes chistes y juegos de palabras del original, aunque, ya puestos, bien hubiera podido buscar un título en castellano menos soso.
Realidad, de Tom Stoppard. Dirección de Natalia Menéndez. Hasta el 17 de marzo. Teatro María Guerrero. Madrid. cdn.mcu.es.
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