Los detalles
En la hora final es seguro que nos acompañará algún detalle inesperado, ridículo, o simplemente irrelevante. ¿Quién no recuerda a Hugh Person en Cosas transparentes, de Nabokov? Rodeado de las llamas que van a abrasarle, se le aparece fugazmente una página de un cuaderno que tenía de niño: nada menos que una lámina con el dibujo de unas hortalizas.
Proust habló de que una irrelevancia siempre marcará nuestra muerte, porque nunca estaremos preparados para ella, nunca pensamos que la muerte puede llegar en cualquier momento. Al meditar sobre esto, me acuerdo de que, en realidad, he vivido ya la experiencia del detalle irrelevante que cruza la escena mortal. Fue en el verano de 1956 y es un recuerdo verdadero que he cedido en más de una ocasión a mis personajes de ficción. Aferrado a una colchoneta y cuando ya unas olas encrespadas iban a engullirme sin remedio, fui salvado en el último segundo por una heroica nadadora. Escenario: una playa de la costa Brava. En mis ficciones esa playa ha sido indistintamente Palamós, Tossa, Cadaqués y Port de la Selva. Todo el rato que pasé aferrado a la colchoneta, fui consciente de que iba a morirme, pero tenía la mente ocupada por una escena de El Jabato, mi cómic preferido, en el que el héroe vivía una situación parecida y acababa siendo rescatado por el enclenque poeta Fideo, un personaje que iba siempre acompañado de un arpa.
No he olvidado nunca aquella arpa, curioso detalle en la hora de mi primera muerte. Y ya metidos en música, diré que en su momento siempre me llamó mucho la atención esa historia del alpinista Joe Simpson que en 1985, a 6.000 metros de altitud, cayó de una cornisa de hielo y le dieron por muerto. Espontáneamente en su cabeza apareció la canción de Boney M Brown Girl in the Ring. Nunca le había gustado aquella música, y se sintió muy furioso sólo de pensar que iba a morir con aquella banda sonora. El otro día, pasé una larga hora sin poder librarme de la imagen de la cabeza de un futbolista del Liverpool. No había forma de que me acordara de su nombre. ¿Tienen nombre las cabezas? La imagen me persiguió un buen rato, hasta que por fin, picado en mi amor propio, me concentré a fondo y logré recordar quién era el jugador: un conocido extremo izquierda. No quiero ni pensar lo que podrían ser mis últimos momentos si, cuando me llega la hora, me da por acordarme de la dichosa cabeza de Liverpool.
He vuelto a encontrar la historia del escalador Simpson en How Fiction Works (traducido aquí como Los mecanismos de la ficción), un libro del crítico James Wood. Allí, después de relatarnos la aparición de Brown Girl in the Ring en la cumbre nevada, Wood comenta: "En la literatura, como en la vida, la muerte se suele ver asistida por una aparente irrelevancia, desde Falstaff, que balbucea algo acerca de unos campos verdes, hasta Joachim en La montaña mágica, que mueve el brazo encima de la manta como si estuviera recogiendo o reuniendo algo". Nunca socialmente tuve tanto éxito como cuando contaba en fiestas y reuniones anécdotas con las últimas palabras de personajes famosos. La gente reía con ganas, aunque algo histérica, quizá porque les hacía recordar la irrelevancia que cruzará por su vida el día de su propia muerte. Pero reían mucho. Me acuerdo de la gracia que les hacía la ejemplar muerte de Buster Keaton. Alguien junto a su cama de enfermo observó: "Ya no vive". "Para saberlo, respondió otro, hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos". "Juana de Arco, no", dijo Buster Keaton, y quedó muerto.
Un ejemplo que se acerca a la experiencia de Simpson lo encuentra Wood en el admirable final de Chejov a su historia El pabellón número 6. El doctor Ragin se está muriendo: "Un rebaño de ciervos, extraordinariamente bellos y graciosos, sobre los que había leído el día anterior, pasó corriendo junto a él; una campesina se le acercó con una carta certificada...Mijaíl Averyanych dijo algo. Luego todo se desvaneció y Andrei Yefimych perdió la conciencia para siempre".
La mujer campesina con la carta certificada, comenta Wood, quizá sea excesivamente "literaria" (la Parca que le reclama, etcétera), pero ¡ese rebaño de ciervos!: "Qué maravilla la sencillez de Chejov, que sumido en la mente de su personaje no dice: 'pensó en los ciervos sobre los que había estado leyendo', sino que simplemente afirma que los ciervos pasaron 'corriendo junto a él".
En un fragmento de El silencio del cuerpo, libro de Guido Ceronetti, hay una escena que también parece terminal. Habla el escritor del día en que los portales de Turín comenzaron a cerrarse ante una amenaza de inundación. Las calles se fueron quedando rápidamente desiertas. La luz era diurna, pero sin que se advirtiera en ningún momento el paso de las horas. La gente se resguardaba encerrándose en las casas con provisiones para resistir durante un largo espacio de tiempo: "Me aterrorizaba sobre todo el color lívido de la luz y el lenguaje mudo de aquellos portales cerrados, en fila todos, que representaban la ciudad entera, concentrada en una única calle. Volví a entrar en casa, y unas manos diligentes cerraron inmediatamente el portal a mis espaldas. Ya no debía salir nadie más; ya, tal vez, nadie más saldría".
¡Unas manos diligentes! Me quedé con ese detalle. Y las manos diligentes me han seguido hoy a todas partes y han cerrado todo lo que he visitado. Si ahora que acabo de cerrar la última puerta, me alcanzara la Parca, ésta me encontraría vigilando, de la forma más diligente, la aparición de cualquier detalle irrelevante. Así la sorpresa quizá se la llevaría ella. Cualquier detalle trivial. Sea un rebaño de ciervos, o el arpa del enclenque poeta, o la cabeza del Liverpool. Sea una luz lívida. Sea ese cielo sobre el puerto, cuyo color recuerda una pantalla de televisión sintonizada en un canal muerto.
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